miércoles, 26 de agosto de 2015

RELATO: "La luna roja de Zembabwei", L. Sprague de Camp y Lin Carter






La luna roja de Zembabwei



L. Sprague de Camp y Lin Carter
 

1. El infierno verde

El conde Trocero de Poitain se asió del arzón al tiempo que su caballo, un corcel estigio pequeño pero fornido, resbalaba en el lodo de tal manera que casi le hizo perder los estribos. Dio un tirón a las riendas, haciendo que el caballo alzara la cabeza mientras intentaba espantar una nube de feroces mosquitos que zumbaban delante de su rostro. Masculló una imprecación. Detrás de él, Palántides, comandante de las huestes de Aquilonia, profirió un juramento cuando su caballo resbaló en el mismo lodazal.
Trocero echó una mirada de reojo al cielo, encapotado de nubes muy bajas. Parecían rozar la punta de las hierbas, gruesas como cañas, que rodeaban a los jinetes y alcanzaban con su altura la cabeza de éstos. Las patas de los caballos chapoteaban en el agua poco profunda que cubría todo el campo. La estación lluviosa había llegado a las llanuras de Zembabwei, y había convertido la región en una ciénaga brumosa y maloliente.
Las lluvias cesarían quince días más tarde, y las aguas que se filtraban perezosamente en la tierra desaparecerían. El suelo se convertiría en una especie de arcilla reseca. La verde hierba se tornaría amarilla, se secaría y al final la barrería el fuego. Pero todo ello era cosa del futuro.
Parece que va a llover —gruñó Trocero, dirigiéndose a Palántides.
El general miró torvamente hacia arriba. —¡Por las babosas escamas de Set —rezongó—, cuéntame alguna novedad, conde! Ha llovido diariamente durante los últimos diez días, y ya he renunciado a tratar de quitar la herrumbre de nuestros arneses. ¿Durante cuánto tiempo más nos mantendrá el rey a este paso?
Trocero se encogió de hombros e hizo una mueca. — ¡Ya conoces a Conan! Seguiremos hasta que todo esté tan oscuro que ni siquiera un búho pueda ver su camino.
¡Cuidado con la serpiente! —exclamó, al tiempo que su caballo daba un respingo.
Palántides tiró de las bridas mientras una moteada víbora gris de las marismas, gruesa como el muslo de un hombre, se deslizaba por entre los tallos de las hierbas, y desaparecía.
Ya estoy harto de estos malditos pantanos —bufó el general—. ¡Que me destripen en los altares de Derketo, desearía que ese druida viejo y borracho estuviera todavía con nosotros! Tal vez podría llevarnos mágicamente por los aires hasta la Antigua Zembabwei. Cualquier cosa sería mejor que luchar a pie por este cenagal. La mitad de nuestros caballos y camellos están muertos o enfermos, y muchos de los soldados caen víctimas de la fiebre de las marismas... Cómo demonios pretende que lleguemos a la Ciudad Prohibida en forma para pelear, es algo que no puedo entender...
Trocero se encogió de hombros. Durante más de un mes, el rey Conan había llevado a las huestes aquilonias adelante sin cesar, siguiendo el curso del río Styx hacia sus desconocidas fuentes. Habían marchado pesadamente a lo largo de las fronteras de Estigia oriental, donde la estrecha franja de vegetación que se veía a lo largo del río estaba flanqueada por las doradas arenas de los desiertos orientales. Luego, el río torcía hacia el sur. Habían atravesado una árida tierra de nadie, donde había escasas señales de vida humana, salvo los clanes nómadas de los shemitas del este, los zuagires, con sus camellos y ovejas.
El ejército de Aquilonia había cruzado las fronteras de Estigia, y se había abierto camino entre los reinos de Keshán y Punt. El desierto desaparecía para dar paso a praderas ondulantes cubiertas de hierba, donde había zonas de gran vegetación en los valles y a lo largo de las corrientes de agua. Durante varios días habían bordeado la región meridional de Punt, donde el Styx se ensanchaba para formar marismas anchas y tranquilas. Se acercaban ya a las fronteras de la misteriosa Zembabwei.
En muchas ocasiones, Trocero deseó que Diviátix, el Druida Blanco, hubiera seguido cabalgando con sus huestes. El conde de Poitain, que era una persona muy civilizada, tenía poca fe en la magia. Pero allí, en la guarida de demonios que eran los inmensos arenales de Estigia, el viejo druida borracho había demostrado su valía en la batalla contra los mágicos guerreros de Thoth-Amon. Él solo los había salvado de ser cogidos en una trampa por los brujos del Anillo Negro. Y como el Anillo había sido aplastado ya, y el propio Thoth-Amon había huido muy lejos hacia el sureste, donde la selva circundaba Zembabwei, el conde había tenido la esperanza de que Conan volviera a Tarantia, la ciudad de las torres.
¡Pero no! Conan estaba resuelto a terminar con el viejo brujo estigio y a eliminar de una vez por todas la fuerza sobrenatural que amenazaba a su trono. Con la ayuda del milenario talismán llamado Corazón de Ahrimán, el Druida Blanco los había ayudado en Nebthu. Pero Trocero sabía por qué Conan había permitido a Diviátix retornar al Oeste.
Dekanawatha, el gran rey y señor de la guerra de los salvajes pictos, había muerto en una batalla. Su sucesor, Sagoyaga, parecía lleno de sanguinarias ambiciones. Planeaba formar una liga con todas las tribus pictas, así como con sus vecinos, los ligures, a fin de invadir las provincias aquilonias más occidentales. Sólo el Druida Blanco tenía suficiente influencia sobre el jefe picto para disuadirlo de lanzar su ataque mientras el rey de Aquilonia se hallaba ocupado en otro lugar.
Por ello, Diviátix se había separado de las huestes aquilonias cuando estas se detuvieron, a fin de reagruparse a lo largo de las fronteras septentrionales de Estigia. Allí debían prepararse para atacar de forma fulminante, con Conan al frente, las praderas y selvas del lejano sur. El Corazón de Ahrimán había partido con él, dado que tenía que ser devuelto, para su custodia, al gran Mitraeum, en Tarantia.
Antes de dejar el ejército aquilonio, el druida había utilizado sus poderes sobrenaturales de adivinación para detectar el refugio hacia el que había huido Thoth-Amon. Los aliados septentrionales de los estigios, la Mano Blanca de Hiperbórea, habían sido aplastados por los aquilonios en Pohiola el año anterior. Sus confederados en el lejano oriente, el Círculo Escarlata, quedaron desorganizados tras la muerte de su señor, Pra-Eun, el rey-dios del legendario Angkhor.
Por lo tanto, a Thoth-Amon no le quedaba ningún otro refugio salvo la ciudad prohibida de Zembabwei. En ella, su último aliado, Nenaunir, sumo sacerdote brujo de Damballah, gobernaba desde su trono de calaveras a tres millones de negros bárbaros. En consecuencia, después del desastre en las ruinas de Nebthu, Thoth-Amon había huido hacia Zembabwei. Hacia allí se encaminaba Conan, ferozmente decidido a perseguirle.
 

2. El alado terror negro

Cumpliendo la predicción de Trocero, el rey de Aquilonia siguió avanzando hasta que la oscuridad hizo imposible seguir adelante. La rápida caída de la noche tropical los sorprendió abriéndose camino a través de las monstruosas hierbas que cubrían la inacabable llanura. Afortunadamente, una colina cercana les había permitido acampar lejos de las extensas y poco profundas capas de agua, y por esa razón el ejército ya estaba instalado en dicha loma.
A través de la oscuridad, brillaban las hogueras en las que se estaban guisando los alimentos. Los cansados soldados aquilonios maldecían y gruñían, mientras mataban insectos, atendían a sus cabalgaduras llenas de suciedad e intentaban secarse las botas, que ya comenzaban a pudrirse. Los centinelas hacían la ronda a lo largo de las márgenes de la marisma, intercambiando breves contraseñas. Tendidos en el suelo, los soldados limpiaban cansadamente sus armas y arneses, para impedir que hiciera mella en ellos la herrumbre.
En lo alto de una loma se alzaba la negra tienda del rey, y frente a ésta, en medio del aire inmóvil y húmedo, colgaba el estandarte real.
En el interior de la tienda se encontraba Conan, desnudo hasta la cintura, frotándose el poderoso torso a fin de quitarse el lodo y el sudor con agua caliente que iba tomando de una escudilla de bronce. Una leve capa de humedad brillaba sobre sus poderosos músculos.
Si bien el soberano de Aquilonia se hallaba más cerca de los sesenta que de los cincuenta, su edad y la civilizada vida de la corte y del castillo apenas habían menguado su fornido cuerpo. Con el correr de los años, su espesa melena de gruesos cabellos negros y los poblados bigotes que sobresalían del labio superior como cuernos de toro se habían entreverado de hilos de plata. Sus marcadas facciones, así como el cuello, se habían afinado, y la piel, llena de cicatrices que recordaban múltiples peleas y batallas, estaba curtida y mostraba ocasionalmente alguna arruga. Pero los poderosos músculos de los brazos, los hombros y el tronco se mantenían firmes, y en su musculoso vientre no se veía ni un gramo de grasa. Se secó con las toallas mientras sus pajes preparaban, sobre una mesa plegable, una cena para él y para su hijo, compuesta de carne asada y pan basto. La provisión de agua y de cerveza del ejército se había agotado, de manera que las tropas —también el rey— se veían obligadas a apagar la sed con agua de las marismas. Conan insistió en hacer hervir el agua que iba a ser bebida. El anciano filósofo Alcemides le había enseñado que el agua hervida acarrea menos enfermedades. Conan, después de ensayar el sistema, lo había aprobado, y había ordenado que fuera adoptado por el ejército aun cuando provocara las burlas de sus caballeros, cuyo expresivo gesto de golpearse suavemente la sien con un dedo indicaba que consideraban aquello como cosa de locos.
Conan se echó una holgada capa sobre los hombros, despachó a los pajes y se dispuso a devorar su sencilla comida. Los días agotadores que había pasado surcando las selvas y chapoteando a través de las interminables e inundadas praderas llenas de juncos forzosamente le afectaban, aun cuando su fatiga era inferior a la de cualquiera de los hombres que tenía bajo su mando. Pero pese a estar físicamente cansado, la urgencia de terminar de una vez con su viejo adversario generaba en él un impulso incontenible. Por otra parte, las décadas durante las cuales había errado a través de numerosos reinos, fanfarroneando y sosteniendo pendencias como vagabundo, ladrón, pirata y soldado mercenario, habían dejado en aquel bárbaro del norte una sed de aventuras y batallas que la paz de los últimos años no había conseguido atenuar. Por ello, aun cuando la sombra del cansancio cayera sobre él, seguía gozando de aquella incursión por comarcas que jamás había visto; tanto más cuanto que la jornada parecía bastante próxima a terminar mediante la confrontación final con su enemigo de toda la vida.
La cortina de la tienda se abrió para dar entrada a un muchacho.
Conan gruñó, y con un gesto indicó al joven que se sentara frente a él.
¿Las cabalgaduras? —preguntó secamente.
He estado cuidándolas, padre, pero tu camello trató de morderme.
Debes aprender a manejar a las bestias.
El príncipe Conn suspiró.
Echo de menos a tu negro Ymir. 
Lo mismo me ocurre a mí. Cuando regresemos a casa haré que los kothios y los ofireos me lo devuelvan, aunque tenga que poner sus reinos patas arriba.
Los corceles aquilonios se habían perdido en Nebthu cuando los contingentes kothios y ofireos desertaron, llevándose las cabalgaduras aquilonias. Los hombres de Conan se habían visto obligados a utilizar los caballos y los camellos capturados a los estigios después de la derrota que infligió a éstos la Esfinge Negra de Nebthu, a los que sumaron algunos jumentos adicionales comprados a los zuagires. Conan sonrió satisfecho al ver que el muchacho hincaba en la carne sus fuertes y blancos dientes. Padre e hijo mostraban claramente que eran del mismo linaje. El muchacho tenía la espesa melena de lacios cabellos negros, las cejas ceñudas, los fieros ojos de color azul volcánico y las fuertes mandíbulas de su robusto progenitor. Con sólo doce o trece años, Conn era ya mucho más alto que la mayoría de los aquilonios de su misma edad. Sin embargo, aún no había alcanzado la estatura de su padre.
Cuando, en su primera campaña, Conan salió de sus dominios con el ejército aquilonio, en dirección al interior de Zingara, y de allí llegó a Shem, dejó a su hijo en Tarantia, junto con su familia. Dado que la guerra comprendía una lucha contra los brujos del Anillo Negro, Conan necesitó con urgencia la ayuda del Corazón de Ahrimán, que se conservaba bajo custodia en una cripta que había debajo del templo de Mitra. En consecuencia, se despacharon veloces mensajeros a Tarantia a fin de que trajesen el gran talismán, y con él al heredero de Conan, el príncipe Conn. Desde entonces, Conan retuvo al muchacho junto a él, a pesar de las advertencias de sus más sabios consejeros, quienes argumentaban que la continuidad de la dinastía no debía correr peligro. Conan opinaba que nada se ganaría mimando y protegiendo al futuro rey de Aquilonia, con el peligro adicional de convertirlo en un alfeñique.
Creía firmemente que era necesario mentalizar al futuro rey para que se sintiera atraído por las batallas antes de que las pesadas responsabilidades de la corona le hurtaran el despreocupado placer de matar hombres. Para el futuro rey de Aquilonia, era mejor aprender el arte de la guerra en el propio campo de batalla, y no en polvorientos libros o a través de las enseñanzas de los eruditos historiadores.
Terminada la cena, ambos cimmerios se dispusieron a descansar, no sin que antes Conan diese una vuelta por el campamento, pues dormiría mejor si antes se aseguraba de que todo estuviera en orden. No se preocupó por vestirse; simplemente se quitó la capa, y se cubrió el torso semidesnudo con una cota de malla recientemente aceitada. Se ciñó un tahalí de cuero y se calzó las botas que habían sido limpiadas y lustradas poco antes por sus pajes. Al tiempo que alzaba la cortina de la tienda y, seguido por Conn, salía hacia el campamento en la semioscuridad, se produjo un repentino tumulto.
Se oyó el sonido de trompetas, relinchos de caballos y ruido sordo de pies que corrían. Pero, por encima de todo, se percibía un extraño retumbo que Conan no podía identificar, pero que le recordaba el estampido de las velas de un barco al ser hinchadas por un viento borrascoso, sonido que le era familiar desde sus días de pirata con los filibusteros barachanos y los bucaneros zingarios.
Justo por encima del horizonte semioscurecido por una densa niebla, se dibujaba la forma pálida de una luna en cuarto creciente, semejante a una hoz. Las primeras estrellas hacían su aparición en el cielo, pero debajo de los astros y girando en círculos para caer raudamente y herir a los hombres que corrían, se veía un enjambre de horrorosos seres con alas negras, que en la naciente oscuridad parecía una horda de monstruosos murciélagos con ojos llameantes.
 

3. Desde el amanecer de los tiempos

Cerca de Conan, que se quedó mudo de asombro durante unos segundos, se hallaba apostada una fila de arqueros con los dardos listos. Hacia ellos se abalanzaba un monstruo negro con el cuerpo del tamaño de un león, cuello curvo y largo y cabeza de serpiente. Sus amplias fauces se abrían, mostrando hileras de colmillos afilados, y sus ojos brillaban cual carbones infernales.
Las alas de murciélago de aquel demonio volador ocultaron el cielo. El monstruo se precipitó, extendiendo sus garras de ave de rapiña dispuestas a asir a su presa. Como un solo hombre, los arqueros bosonios tensaron los arcos y dispararon. Las flechas silbaron en la noche, y chocaron contra el blanco. Algunas se hundieron en el ancho y escamoso pecho de éste, en el que abultaban sus poderosos músculos.
El monstruo lanzó un chillido ronco y se volvió hacia un lado. Con el movimiento, resbaló de su lomo una figura humana que se precipitó a tierra, casi a los pies de Conan. Se trataba de un negro alto y musculoso, tocado con un adorno de plumas, que llevaba un collar hecho de garras, un taparrabo de piel de mono y una capa de cuero de leopardo echada sobre los hombros. Las puntas emplumadas de dos flechas bosonias, clavadas en su tórax, mostraban a las claras la forma en que había muerto.
¡Por la sangre de Crom, estos seres son mansos! —bramó Conan—. ¡Disparad a los jinetes!
  Otros seres con forma de dragón se abatieron sobre ellos con las garras extendidas, llevando sobre el lomo jinetes negros y emplumados; algunos de ellos arrojaban jabalinas contra los aquilonios. Un caballo, destripado por el zarpazo de un monstruo, gemía con los estertores de la muerte, mientras que un dragón cubierto de saetas se alejaba del campo aleteando pesadamente y perdiendo altura. Palántides iba dando órdenes; los arqueros se alinearon en formación, en tanto que otros hombres corrían para calmar a los aterrados caballos y camellos.
Conan miró al cielo. Había oído hablar en sus viajes de aquellos monstruosos reptiles alados. Desde el comienzo de los tiempos se habían contado oscuras leyendas acerca de la era de los reptiles que había precedido en mucho al momento en que el hombre, dotado de espíritu, se elevó entre las bestias. Mitos más antiguos y tablillas de ciudades que habían muerto en tiempos ya remotos, se referían a tales monstruosidades, sobrevivientes de épocas sumidas en el olvido: los llamaban dragones alados.
Otro dragón de negras alas se precipitó sobre ellos con sus mortales garras ampliamente abiertas. Conan profirió su terrible grito de guerra cimmerio. Cogió a Conn por los hombros y, con un repentino empujón, lo tendió sobre el suelo. Luego, aferrando con ambas manos la empuñadura de su larga espada, la blandió de tal forma que la hoja se hundió en el cuello del monstruo y casi lo seccionó. A la luz de la luna, la sangre que brotó parecía negra. Un rancio hedor a reptil saturó el aire.
El dragón agitó sus grandes alas, y con uno de sus aletazos arrojó a Conan al suelo. El reptil volador, tambaleándose, vacilante por el campo, cayó finalmente sobre una de las hogueras, de la que saltó una lluvia de carbones encendidos. El jinete que cabalgaba en su lomo saltó en el momento del impacto, pero murió bajo los golpes de cientos de armas esgrimidas por los vengativos aquilonios.
Poniéndose en pie de un salto, Conan observó la caída del dragón alado y la muerte de su jinete. Entrecerró los ojos. ¡De manera que aquél era el origen de la leyenda de los hombres voladores de Zembabwei! Algunos viajeros aterrados habían hablado de horrores monstruosos, provenientes de antiguas brujerías. Hablaban de torres sin techos, puertas ni ventanas. De allí había nacido la creencia de que los hombres de la ciudad prohibida tenían alas como los pájaros.
No obstante, la verdad era igualmente horrorosa. Los hombres de Zembabwei criaban y entrenaban a estos supervivientes de tiempos olvidados empleándolos como monturas. Conan ignoraba por medio de qué arte los guerreros negros llevaban a cabo tal maravilla, pero sí sabía que ello los hacía prácticamente invencibles. ¿Cómo habría podido un ejército de tierra, normal, combatir contra monstruos alados que asaltaban desde el cielo?
De lo alto de la bóveda nocturna, los monstruos alados se abatían sobre hombres o bestias para descuartizarlos y volaban hacia arriba antes de que otros pudiesen acudir en auxilio de los primeros. La oscuridad conspiraba contra la habilidad de los arqueros bosonios. Al ponerse la luna, ya no pudieron ver lo suficiente como para dar en el blanco, en tanto que los dragones no apareciesen repentinamente cerca de la rojiza luz de las fogatas.
Mascullando un juramento contra su primitivo dios cimmerio, el rey de Aquilonia reagrupó a sus hombres para luchar contra aquellas fuerzas de la oscuridad.
Mientras impartía órdenes, un aleteo a sus espaldas y una ráfaga de aire lo pusieron en guardia contra otro ataque. Pero antes de que pudiera volverse, recibió un tremendo golpe en la espalda: las garras extendidas del dragón alado se cerraron sobre él y lo elevaron por el aire, alejándolo del suelo.
Cuando Conan volvió en sí, sintió que el viento lo golpeaba y se dio cuenta, lanzando una maldición, de que la fuerza del impacto había hecho caer la espada de sus manos. Buscó desesperadamente el largo puñal que siempre llevaba en la cintura, pero no encontró nada. Por desgracia, en su premura por controlar la seguridad del campamento antes de acostarse, había olvidado ceñirse el ancho cinturón de cuero de donde colgaba la daga... ¡que en aquel momento debía de reposar sobre una silla plegable de su tienda!
Luego, mientras el suelo oscuro se alejaba bajo sus pies, se percató que ni siquiera el puñal le hubiera servido de nada. Aunque hubiera sido capaz de herir mortalmente a la bestia —pese a estar atenazado por sus garras—, ésta volaba por los aires a más de veinte yardas de la tierra. Si abatía al dragón, la caída desde semejante altura le hubiera causado la muerte. Agradeció a Crom que por lo menos llevara puesta la cota de malla, pues ésta le protegía el pellejo de las enormes garras del animal.
Percibió la ronca voz de mando de Amric, que se elevó desde el campamento.
¡Arqueros, no arrojéis más flechas!
Al oír un grito a sus espaldas, Conan estiró el cuello para ver qué sucedía. Lo que vio le hizo proferir un nuevo juramento. Un segundo dragón volaba tras el primero. De sus garras colgaba algo parecido a un muñeco: se trataba del cuerpo del príncipe Conn.
¡El rey! —gimieron desesperadamente en tierra muchas gargantas.
Mientras el suelo se iba alejando y se perdía en la bruma y en la oscuridad, el segundo dragón se puso a la par de su compañero, y así pudo Conan ver más claramente a su hijo. Llevaba en la grupa a un guerrero emplumado y cubierto de pieles, quien con una mano empuñaba las riendas mientras blandía una jabalina con la otra.
Cuando la mirada de Conan se clavó en su hijo, el joven Conn le hizo gestos desesperados. La oscuridad era demasiado grande como para que su padre pudiera verlos, y el estruendo de la corriente de aire, así como el batir ruidoso de las alas, hubieran ahogado las palabras. Pero el ademán reconfortante que le hizo Conan llevaba en sí un mudo mensaje.
Volaron sin parar. Agobiado por el enorme peso del cimmerio, el dragón alado que llevaba a Conan parecía hallarse en grandes dificultades para mantener la altura. Varias veces intentó dejarse caer sobre la llanura, pero una enérgica orden del jinete, acompañada de un golpe de lanza, lo hacían elevarse trabajosamente de nuevo.
Agotado por tantos esfuerzos, Conan consiguió dormitar algún tiempo. Ello no requería un valor sobrehumano; la presión de las garras del reptil, aun cuando le causara incomodidades, no le producía un dolor agudo. En circunstancias en las que un hombre con menos temple hubiera quedado paralizado por el terror, Conan, por el contrario, se sostenía con una ruda filosofía fatalista, adquirida durante los años en que había vagado por el mundo. De acuerdo con sus creencias, cuando una situación parecía desesperada era necesario no malgastar fuerzas en vanas preocupaciones. Por el contrario, se debía confiar el destino a los dioses y conservar la capacidad física para momentos más adecuados.
 

4. Las torres sin techos

El temprano amanecer tropical que brilló sobre sus pesados párpados, junto con una alteración en el aleteo del dragón alado, despertaron a Conan. Éste echó una mirada hacia tierra.
Cientos de yardas más abajo, la llanura herbácea había dado paso a una selva tropical aún velada por la oscuridad purpúrea de la noche. Sobre el brumoso horizonte, la aurora iluminaba el cielo cual el esplendor de una hoguera. Un riachuelo serpenteaba por los espesos matorrales. En el borde interior de una de las cerradas curvas del torrente, la vegetación había sido roturada para dar lugar a campos cultivados. Y en medio de estos espacios dedicados a la agricultura se alzaba una fantástica ciudad.
Estaba construida íntegramente de piedra, y rodeada de murallas megalíticas. Dentro de sus muros, recortándose contra el rojizo brillo de la aurora, se alzaba una serie de extrañas torres cuyas paredes redondeadas semejaban enormes chimeneas. Al dirigir su penetrante mirada a las enigmáticas estructuras, Conan comprobó la veracidad de la leyenda de las torres sin puertas ni ventanas. Además, las torres no estaban techadas y en el lugar donde debían estarlo se abría un negro vacío.
Conan se estremeció con terror a lo sobrenatural. De haber tenido una espada en la mano, se habría enfrentado sin temor a cualquier peligro. Pero lo sobrenatural y lo mágico hacían que el pecho del gigante cimmerio se agitara con miedo supersticioso y primitivo. La herencia de sus salvajes antepasados despertaba en él ante las heladas ráfagas de lo misterioso y lo desconocido.
Su largo peregrinar lo había llevado a lo largo y a lo ancho del mundo conocido. Desde la nevada Asgard hasta los negros reinos que había más allá de Kush, en el sur; desde las salvajes playas de la tierra de los pictos, en Occidente, hasta el legendario Khitai en el misterioso Oriente; había tenido peleas, había batallado y pirateado, había dejado una estela de sangre. En una ocasión, veinte años antes, había penetrado por un breve lapso en el reino de Zembabwei. Permaneció en la capital norteña de los reyes gemelos sirviendo como guardián de una caravana que se dirigía al norte. Pero nunca vio la ciudad prohibida, la Antigua Zembabwei, pues a los extranjeros les estaba totalmente prohibido entrar en ella.
Conan había oído muchos comentarios y rumores respecto a la Ciudad Prohibida, que estaba ubicada en la selva intransitable del sur. Se decía que allí, bajo el nombre de Damballah, los hombres veneraban a Set, la Antigua Serpiente. Los negros altares de Damballah estaban teñidos de rojo por la sangre de los sacrificios humanos. Se susurraba que, en la noche de los sacrificios, la luna misma enrojecía con la sangre de aquellos cuyas almas eran ofrendadas a la Antigua Serpiente en medio de dolores y tormentos.
Tras describir una lenta espiral, el dragón volador descendió sobre Zembabwei. Ningún hombre del Oeste podía asegurar la fecha de fundación de aquella antigua ciudad, pero con toda certeza su origen era muy remoto, y quizás ya existiera antes de que los hombres poblaran el planeta. Las leyendas aseguraban que la primera piedra, empapada de sangre, de la Antigua Zembabwei, había sido puesta por los misteriosos hombres-serpiente de Valusia, los hijos de Set y de Yig, y del negro Han y la barbuda serpiente Byatis, que dominaron las marismas movedizas y las selvas pobladas de espesos helechos del mundo anterior al hombre. Kull, el gran rey-héroe, tenido por fundador de la raza de Conan, aplastó a los últimos hombres-serpiente que habían sobrevivido a su época y subsistían todavía en la era de Atlantis y de Valusia. Pero habían pasado muchos siglos.
A Conan no le interesaban las leyendas en aquel momento difícil. Sabía que la misteriosa ciudad era un reducto de terrores primitivos, y un hediondo pozo de la más negra brujería. Era una guarida adecuada para Thoth-Amon, el satánico sacerdote de Estigia, idónea para que éste se arrastrara allí a lamerse las heridas. «Ésta ha de ser nuestra última batalla», pensó Conan.
 

5. El Trono de Calaveras

En lo alto de la Antigua Zembabwei se alzaba la ciudadela, el corazón de la ciudad, rodeado por aquellas torres mochas de extrañas formas. En la cima de la colina, el Palacio Real y el Templo de Damballah se erguían, frente a frente, en una plaza pavimentada de piedra.
Cuando los dragones que cargaban a Conan y a Conn descendieron con atronador aleteo para depositar a sus cautivos en el suelo, la plaza estaba rodeada por una hueste de musculosos negros, armados con lanzas de hierro y escudos de piel de rinoceronte. En sus rasuradas cabezas ostentaban vistosas plumas de avestruz, ibis, flamenco y otros pájaros. El viento producido por las alas de los dragones agitaba las plumas como un vendaval, y los negros parpadeaban ante la polvareda que habían levantado.
Los reptiles voladores dejaron caer su carga sobre el suelo de piedra para luego, obedeciendo las órdenes de sus conductores, elevarse una vez más por los aires. Se posaron en los bordes de dos de las torres sin puertas, donde otros negros cogieron las riendas y los hicieron desaparecer. Mientras Conan se ponía de pie y ayudaba a Conn a levantarse, vio que las misteriosas torres no eran sino los establos de los escamosos corceles voladores que montaban los hombres de Zembabwei.
Conan y el muchacho observaron las filas inmóviles de guerreros negros, cuyos rostros impasibles parecían máscaras de ébano.
—Volvemos a encontrarnos, perro de Cimmeria —dijo una voz tranquila y profunda.
Conan se volvió para enfrentarse con los negros y llameantes ojos de su viejo enemigo.
—Por última vez, chacal de Estigia —contestó rudamente.
Thoth-Amon se hallaba de pie junto a un gran trono de calaveras humanas, pegadas entre sí mediante una sustancia negra parecida al alquitrán. El brujo estigio aún se mantenía alto y vigoroso y conservaba su prestancia, pero la mirada penetrante de Conan creyó descubrir signos de envejecimiento en las oscuras facciones de halcón de su mayor enemigo. Aquel rostro estaba surcado por numerosas y delgadas arrugas, y denotaba una expresión de cansancio —casi diríase de agotamiento debido a su labio caído y débil, antes firme. El brillo febril de sus ojos negros era diferente al que antes mostrara, y distaba mucho de su habitual mirada felina y reconcentrada. Su cuerpo poderoso, cubierto con una túnica de color verde esmeralda, parecía algo disminuido, encorvado y barrigón.
Conan se preguntó si los formidables poderes de Thoth-Amon no habrían llegado a su decadencia. La sobrehumana vitalidad que durante generaciones había animado al príncipe de los magos negros parecía apagarse. Tal vez las oscuras divinidades que él veneraba le habían retirado su apoyo después del desastre de Nebthu, cuando el Druida Blanco, con ayuda del Corazón de Ahrimán, rompió el Anillo Negro. O tal vez los poderes mágicos que durante tanto tiempo permitieron a Thoth-Amon, así como a otros grandes magos, mantener a raya los estragos de la edad, se habían agotado finalmente y el término de la vida terrena del brujo llegaba a su fin. En cualquier caso, Thoth-Amon empezaba a parecer viejo.
¿Por última vez, dijiste? —clamó la voz sonora de Thoth-Amon, hablando en lengua aquilonia casi sin acento extranjero—. ¡Que así sea! A partir de este encuentro, sólo uno quedará con vida, y ése seré yo. No lucharemos con palabras. Te mataré en el lugar mismo donde estás, tanto a ti como al cachorro que tienes a tu lado. Tu desmoralizado ejército será dispersado y destrozado por las hordas de negros que puedo reunir. Occidente ha de caer, y Set extenderá nuevamente su benéfico mandato sobre la Tierra cuando yo ocupe el trono de Tarantia como emperador. ¡Prepárate para la muerte!
Una voz interrumpió las palabras de Thoth-Amon.
Por los poderes de Damballah, estigio, ¿no recuerdas quién reina aquí?
Conan levantó los ojos hacia el Trono de Calaveras, a cuyo ocupante sólo había podido dedicar una breve mirada. Era Nenaunir, el rey-brujo de Zembabwei, el último de los aliados de Thoth-Amon. Nenaunir era un negro altísimo, cuyo musculoso pecho brillaba como ébano pulido al reflejarse en él los rojizos rayos de la aurora. Sus fríos ojos se posaron sobre ellos como hielo salido de algún gélido infierno.
El estigio calló, y a Conan le pareció que su oscuro rostro palidecía visiblemente. Titubeó buscando palabras, y Conan percibió cierta tensión entre los dos poderosos príncipes de la magia negra. Con motivo de la destrucción de la alianza mundial de brujos forjados por los ardides de Thoth-Amon, que Conan había roto con su fuerza, debía de haber surgido una rivalidad por la supremacía en el mando.
El estigio se acobardó.
Yo... sí, por cierto, hermano, tú eres aquí el soberano. Pero... nuestras mentes comparten la misma idea imperial. Tú gobernarás en el sur; yo en el oeste. Dividiremos el mundo, que en adelante se arrastrará ante el Padre Set...
¡Ante mi señor Damballah, cuyo profeta y vicario en estas llanuras soy yo! —gritó el majestuoso negro—. Recuerda cuál es tu lugar, estigio. El Dios Reptante te ha abandonado al fin. Tus días han terminado, y no veo razón para compartir el imperio del mundo con alguien como tú. Puede ser que te designe regente o gobernador de alguna de las provincias que mis ejércitos van a dominar... si sabes comportarte. ¡Pero anda con cuidado! Sólo yo he de decretar la muerte de este demonio blanco.
La ronca voz de Nenaunir, que hablaba en un dialecto shemita que hacía las veces de idioma comercial entre las naciones negras del norte, dejó de oírse. Un millar de negros rompieron su mutismo dando golpes con su jabalina sobre la piedra.
En el silencio que siguió, el rey-brujo de Zembabwei, dejando de lado la abatida figura de Thoth-Amon, dirigió su mirada glacial hacia Conan. Éste seguía tranquilo de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho. Su joven hijo se mantenía a su lado en actitud valerosa.
En cuanto a ti, perro blanco —dijo el rey negro—, has cometido una evidente equivocación al penetrar en mis dominios. Nos encontramos en el castillo de Louhi en Hiperbórea. Salvaste el pellejo porque Louhi vaciló en hacerte matar, con la esperanza de utilizarte como arma contra este estigio y apoderarse así del mando supremo en el mundo de la magia. Mientras ella tejía su red de engaños, tú te liberaste y la aniquilaste. También terminaste con el poder de Thoth-Amon en Estigia. Pero yo no voy a repetir sus errores, porque nada tengo que temer del estigio y muy poco que ganar con su amistad. Yo soy aquí el rey, y sólo yo he de pronunciar tu sentencia. No cuentes con escapar otra vez.
Conan no dijo nada, pero sus ojos llameantes desafiaron el fulgor glacial de los de Nenaunir.
Estaremos frente a frente por última vez —siguió diciendo el rey con rudeza en la noche de la Luna Roja. Cuando la luna adopte ese color, tu sangre se derramará sobre los altares del Dios Cambiante, y tu alma irá a calmar el hambre de Damballah.
¿Cuándo tendrá lugar todo esto? —preguntó Conan con calma.
Nenaunir se volvió.
¡Rimush! —llamó con voz enérgica.
¿Qué deseas, Majestad?
De entre las filas salió un anciano, encorvado y pequeño shemita, cuyo atavío multicolor de astrólogo estaba adornado con los símbolos de su arte. El astrólogo se inclinó profundamente ante el rey.
¿Cuándo llega la noche de la Luna Roja?
De acuerdo con mis cálculos, ocurrirá, siempre que no interfiera alguna divinidad, dentro de doce noches a partir de la que acaba de transcurrir, señor.
Ahí tienes tu respuesta, perro blanco. ¡Y ahora, llevadlos a los calabozos!
 

6. Las mazmorras de Zembabwei

Las mazmorras de Zembabwei eran calabozos excavados en los fundamentos rocosos de la ciudad antigua. Un grupo de guerreros negros escoltó a Conan y al muchacho hasta ellos por estrechos y tortuosos corredores, alumbrados solamente por las llamas de antorchas embebidas en aceite. Al observar los curiosos ángulos y proporciones de los pasadizos, Conan reconoció que los viejos mitos eran verdad y que, evidentemente, los misteriosos hombres-serpiente anteriores a la aparición del hombre habían sido los constructores de la Antigua Zembabwei, o al menos los que pusieron los cimientos sobre los cuales la ciudad había sido levantada. Durante su larga carrera, y en dos ocasiones anteriores, había visto aquella albañilería de extraños ángulos: una vez en un castillo en ruinas en las verdes llanuras de Kush, y años después en la Isla Sin Nombre, en el inexplorado Océano Occidental, situada hacia el sur y a gran distancia de las habituales rutas seguidas por los buques mercantes, las flotas de guerra y los piratas.
La celda que Conan y su hijo iban a compartir era estrecha y húmeda. La humedad se filtraba por las paredes de piedra negra cubiertas de moho. El suelo estaba cubierto de paja sucia y enmohecida.
Una enorme rata huyó por la puerta dando chillidos, y pasó entre las piernas de los hombres que entraban en la celda. El aire estaba cargado de olor a podrido.
Después de arrojarlos dentro de la celda, cerraron tras ellos una reja de gruesos barrotes de bronce. El jefe del pelotón de guerreros negros cerró la puerta con una gran llave, y la escolta se alejó con las suaves pisadas de pies desnudos.
En cuanto se hubieron marchado los guerreros, Conan inspeccionó la jaula donde se hallaban encerrados, palpando las piedras con los dedos y probando la resistencia de las barras de bronce que el verdín de los años había cubierto; ejerció sobre éstas, sin éxito, la fuerza de sus poderosos músculos. No había ventanas, y la única luz provenía del débil resplandor de una antorcha colocada sobre un soporte, en la pared que correspondía a la última curva del corredor.
El joven Conn se desplomó en el rincón más seco, tratando de no mostrar su cansancio y su desesperación. También lo atormentaban el hambre y la sed; pero, imitando a su padre, puso una cara impasible y adoptó una máscara de fiera determinación. El hijo de Conan, con sus trece años de edad, hubiera permitido que lo quemaran vivo antes que demostrar temor delante de su padre.
Habiendo examinado la celda sin encontrar nada que le permitiese escapar, Conan hizo una pila con la paja más seca que halló y, dando un bostezo, se tendió junto a su hijo, rodeándolo con el brazo para darle calor y apoyo. Tras un momento de silencio, Conn preguntó:
¿Qué van a hacer con nosotros, padre?
Conan se encogió de hombros.
Sé lo que ellos piensan que van a hacer con nosotros; pero lo que ocurra puede ser totalmente diferente. Recuerda que, en este preciso instante, la mitad del ejército aquilonio viene hacia aquí. No tengo la menor duda de que Palántides está conduciendo a sus hombres a través de la selva a un ritmo que agotaría a otros blancos menos vigorosos. Faltan todavía unos quince días para que llegue la Noche de la Luna Roja, y antes de esa fecha podrían ocurrir muchas cosas.
Conn susurró:
Nos van a sacrificar a Set, ¿no es así?
Eso es lo que ellos creen —gruñó Conan—. Pero el futuro no depende de ellos, ¡malditos sean!, sino de los dioses, como dirían piadosamente los sacerdotes... o del impenetrable Destino que, al decir de algunos filósofos, gobierna tanto a los dioses como a los mortales. En cuanto a mí...
¿Sí, padre?
He dormitado muy poco en las garras de ese dragón monstruoso, y me vendría bien algún descanso.
Conan bostezó y estiró sus largas piernas.
Conn suspiró, y sonrió en la oscuridad. Ni el miedo ni el abatimiento duraban mucho tiempo en presencia de su padre, no porque su poderoso progenitor fuera un optimista, sino porque no se detenía demasiado a pensar en los peligros que lo acechaban. Por el contrario, se adaptaba a las circunstancias a medida que se iban presentando y sacaba de éstas el mejor partido posible, confiando siempre en que el futuro traería aparejado algún cambio de fortuna. De todas maneras, Conan ya roncaba sonoramente.
Conn apoyó la cabeza en el macizo hombro de su padre, e instantes después dormía tan profundamente como él.
Un profundo y sepulcral gemido despertó al gigantesco cimmerio de su sopor. Instantáneamente se puso en guardia, tal como lo hace un animal en la selva ante la proximidad de una bestia de una especie hostil.
Retirando el brazo con el que estrechaba a su hijo contra sí, Conan se levantó y se deslizó a través de la celda para escuchar atentamente junto a los barrotes. Nuevamente oyó el desesperado gemido, seguido de una dificultosa respiración. La repetición del sonido también despertó a Conn, que se quedó inmóvil, y trató de escrutar en la penumbra con sus penetrantes ojos jóvenes. El muchacho tenía demasiada presencia de ánimo como para levantar la voz. Por un ángulo de la pesada puerta, Conan podía ver algo del corredor y de la celda más próxima, situada al otro lado. Escudriñando las sombras con su mirada, vio a un gigantesco negro atado a la pared. Estaba desnudo, y en su cuerpo se veían las marcas de recientes azotes. El infeliz colgaba, encadenado de la pared, como si estuviera crucificado.
Al tiempo que Conan percibía estos detalles, el cuerpo cubierto de sudor negro se sacudió convulsivamente. Volvió a gemir, echando la cabeza hacia atrás. La débil luz de la antorcha del corredor dio en el blanco de sus ojos. Basándose en su larga experiencia con hombres muertos o agonizantes, Conan dedujo que las fuerzas del negro estaban por agotarse.
¿Por qué te han amarrado de esa forma? —preguntó Conan con voz baja pero penetrante, hablando primero en lengua shemita comercial, y repitiendo luego la pregunta en idioma kushita.
¿Quién es el que habla? —inquirió el hombre amarrado, con voz lenta y cansada.
Un compañero de prisión. Soy Conan, rey de Aquilonia, una nación del norte —replicó Conan, no viendo motivo para disimular.
Yo soy Mbega, rey de Zembabwei —repuso el hombre crucificado.
 

7. Historia de dos reyes

El negro estaba muy débil a causa del suplicio sufrido, pero, con cierta dificultad, Conan pudo finalmente reconstruir su larga historia plagada de traiciones y cultos demoníacos.
Según dijo, los guerreros de Zembabwei pertenecían al clan de Kchaka, una nación negra del interior a la que otra tribu más fuerte había echado de sus tierras. La rama zembabwei de Kchaka huyó hacia el este hasta llegar a las ruinas de una ciudad desconocida, donde se establecieron. Las tribus vecinas consideraban que esas tierras estaban malditas, y evitaban entrar en el valle del río donde se encontraban las ruinas. Por tanto, los recién llegados pudieron asentarse tranquilamente y construir una nueva ciudad sobre las ruinas de la antigua. La llamaron Zembabwei, por el nombre de su tribu.
Durante muchos años, sus únicos enemigos fueron los dragones alados que volaban sobre la selva y tenían sus madrigueras en unas cuevas que se hallaban en una cadena de montañas, más hacia el este. Un jefe de la tribu consiguió huevos de estas criaturas y descubrió que, al nacer en cautiverio, los dragones alados podían ser domesticados y entrenados para servir como alados corceles. Esta arma poderosa permitió a los zembabweis extender su dominio sobre las tribus vecinas y construir el reino de Zembabwei.
El héroe, llamado Lubemba, tenía un hermoso gemelo al cual estaba muy unido. Cuando anunció que los dioses le habían revelado que en adelante los zembabweis debían ser gobernados por un par de gemelos, su prestigio aumentó de tal manera que nadie osó protestar. Por consiguiente, el hermano de Lubemba fue coronado a su lado.
A partir de entonces, el país fue gobernado por dos reyes gemelos. A fin de evitar conflictos respecto a la sucesión, existía la costumbre de que, cuando uno de los gemelos moría, el superviviente era ejecutado o expulsado del país. Al finalizar el reinado de una pareja de gemelos, los sacerdotes elegían ante el pueblo, por adivinación, otro par de robustos muchachos gemelos a los que proclamaban monarcas para el reinado siguiente.
Todo marchó bien en la joven nación hasta el advenimiento del reinado dual de Nenaunir y Mbega. Nenaunir se hizo adepto de un culto de adoradores del demonio, una antigua hermandad que se remontaba a los tiempos de Aquerón, el reino de las tinieblas, tres mil años antes. El dios-demonio Set, o Damballah, como lo llamaban los negros, prometió conceder enorme grandeza a Nenaunir y a Zembabwei si abandonaban a sus dioses tribales y lo veneraban a él, el Dios Cambiante.
La conversión del joven rey había dividido a la nación en dos facciones: una, fiel a Mbega y a sus antiguos dioses, y la otra, compuesta por adoradores de la Antigua Serpiente, que tenían por jefe a Nenaunir. Dado que la mayoría de los jefes y guerreros jóvenes se había plegado al nuevo culto, se presentaba la posibilidad de una sangrienta guerra civil entre ambos bandos. Por no ver el reino descuartizado y ahogado en sangre, Mbega renunció a sus poderes reales en favor de su hermano Nenaunir. Hubiera podido vivir pacíficamente como cualquier otro súbdito de no haber adoptado Nenaunir la política de apresar y matar a los integrantes de la facción de Mbega que más se habían destacado al oponerse tanto a Nenaunir como a su nuevo dios.
Por tanto, Mbega y sus seguidores se rebelaron. Pero esta revolución fracasó por haber contado con poca gente y porque se organizó demasiado tarde. Las fuerzas del antiguo rey fueron aplastadas en una emboscada, y su sagrada persona acabó en el calabozo.
Sin embargo, su captura significó un problema para Nenaunir. Este último podría haber matado fácilmente a Mbega de no haber sido por la ley que dictaminaba que, cuando uno de los gemelos moría, el otro debía ser ejecutado o echado del país. A Nenaunir le constaba que su hermano aún tenía miles de partidarios. Llegado el caso, éstos se sublevarían a fin de exigir que la antigua ley fuese acatada, tanto más porque el apetito insaciable de Damballah por sacrificios humanos había destruido gran parte de la inicial popularidad de Nenaunir.
La solución de Nenaunir fue la de ordenar la prisión perpetua de Mbega, exhibiéndolo ante el pueblo en ocasión de ceremonias oficiales. Esta actitud desarmó a la facción de Mbega, cuyo jefe era mantenido como rehén por su opositor.
Sin embargo, Nenaunir ejerció una ocasional venganza sobre su hermano. Es una ocasión en que Mbega fue sacado para ser exhibido ante el pueblo, Nenaunir intimó a su hermano a pronunciar una arenga. En ella debía proclamar su total sumisión a Nenaunir y exigir que sus seguidores procedieran de igual manera. En lugar de ello, Mbega había desafiado a su hermano escupiéndole en la cara. Fue azotado.
Conan dedujo que por el momento Mbega estaba a salvo, pues Nenaunir no se sentía lo suficientemente fuerte en su Trono de Calaveras como para correr el riesgo de quebrantar la antigua ley del reinado doble. Pero no podía arriesgarse a dejar ciego o mutilar a Mbega, pues hubiera sido imposible ocultar el hecho al pueblo cuando el cautivo fuese expuesto de nuevo.
A medida que el negro crucificado iba relatando su funesta historia, parecía hacerse más fuerte, y oleadas de furia hacían revivir su mermada vitalidad. Conan vio que el hombre era un espécimen espléndido de salvaje hombría, con musculatura de gladiador.
Aquella constitución de hierro podía sufrir terribles castigos y sobrevivir, mientras que cualquier hombre criado en una ciudad más civilizada hubiera muerto ya.
¿Tienes todavía muchos seguidores fuertes y unidos? —preguntó el cimmerio.
El rey negro asintió.
Muchos son los que aún están a mi servicio bajo juramento, y hay numerosos hombres de Nenaunir que se han vuelto contra él. Sus crueldades, su desprecio por las antiguas leyes y las matanzas que hace entre sus propios camaradas en los sacrificios les hicieron despertar. Si yo lograra escapar aunque sólo fuera por una hora, podría reunir un ejército, asaltar la ciudadela y echar al rey brujo de su trono. Pero ¿de qué sirve hablar de ello? Nuestra posición aquí no tiene esperanza.
El tiempo lo dirá —dijo Conan con enigmática sonrisa.
 

8. A través de la reja negra

Palántides fue arrastrándose hasta la orilla del río a través de la espesa hierba, con la nariz llena del hedor de la podrida vegetación. Deslizándose como una serpiente, el general aquilonio se abrió camino hasta donde estaba echado el conde Trocero, espiando entre dos troncos de árbol. El poitanio miró a su compañero por detrás, con el aristocrático rostro y la puntiaguda barba cubiertos de lodo aceitoso. El sudor que chorreaba de su ligero casco corría por su cara dejando surcos.
Centinelas en los muros —susurró Trocero—. Puestos de guardia en las torres. Éste va a ser un hueso duro de roer.
Mordiéndose pensativamente el bigote, Palántides estudió la situación. Los inmensos muros de Zembabwei parecían edificaciones sólidas, y su ojo práctico lo convenció de que tardarían meses en poder forzar la entrada. Necesitaban talar árboles para construir catapultas u otras máquinas de guerra para el asalto...
Una sombra negra se extendió por encima de ellos. El general se hundió aún más en los helechos y esperó, cubierto de sudor. Uno de los horrores con alas de murciélago que los habían atacado diez días antes se cernía por encima de los muros. Podían ver al guerrero emplumado entre las alas. Sintieron un estremecimiento de repulsión.
¡Por la sangre de Dagón! —refunfuñó—. Si Nenaunir puede domar a estos horrores alados, no es ningún milagro que tenga a su gente en un puño. ¡Mira hacia allá!
El reptil se posó en una de las torres sin puertas y desapareció de la vista hundiéndose en ella.
¡De manera que éste es el secreto de las torres! — murmuró Trocero—. ¡Allí es donde los dragones alados van a descansar, como murciélagos en una cueva!
¡A las llamas de Moloch con estos demonios! —exclamó Palántides—; tenemos que rescatar a un rey y a un príncipe.
¿Cómo puedes estar tan seguro de que están dentro de esos muros?
¡Por los colmillos! ¡Eso está tan claro como un lunar en el trasero de una bailarina! —replicó Palántides—. El único aliado de Thoth-Amon es este Nenaunir que reina allí abajo, y cuyos embrujados demonios alados nos birlaron a nuestro rey y a nuestro príncipe. ¿Adonde los iban a llevar sino a la capital?
¿Vivos?
Eso lo sabremos una vez que estemos dentro de esos muros.
Trocero suspiró.
Tú tienes más experiencia que yo en materia de asedios; pero a mí esas paredes me parecen inexpugnables.
Para un ejército, sí; pero no para un hombre solo.
Trocero clavó la mirada en el general.
¿Tienes algún plan?
El general se pasó la mano embarrada por su mejilla llena de rastrojos.
— ¿Recuerdas por casualidad a aquel noble zingario llamado Murzio?
— ¿Ese pequeño y taimado tránsfuga? ¿Qué pasa con él?
Es astuto como una comadreja, pero eficaz a la hora de dar puñaladas, y leal caballero aquilonio, aun cuando pongo en duda su tan cacareada nobleza. Creo que proviene de las cloacas de Kordava, pero no importa. Conan lo protege porque su padre le hizo un favor durante sus años de filibustero. Recordarás que, hace tres años, el rey invitó a la corte a su viejo amigo Ninus...
¿El sacerdote de Mitra? ¡Claro! ¡Vaya! Nuestro rey tiene ciertamente algunos camaradas de los viejos tiempos que son unos bribones, ¡pero ninguno como ese viejo borracho!
Palántides rió entre dientes.
¡Sin duda, es cierto! Viste como Ninus se paseaba piadosamente de día por la Corte y de noche se revolcaba en las tabernas bebiendo y llenándose las tripas. Bueno, él y Murzio se hicieron íntimos amigos. Como Conan deseaba confiar a Murzio una misión de espionaje, persuadió a Ninus para que le enseñara todas sus artimañas de ladrón. Murzio demostró ser un alumno aventajado. Entonces Conan le envió a Shem, donde descubrió una conspiración en ciernes entre el rey de Ofir y algunos reyezuelos shemitas. Es más, trajo documentos y otras pruebas que permitieron a Conan aplastar el complot antes de que estallara.
»Por esta acción, Conan lo armó caballero. Estos zingarios son un hatajo de traidores, pero tienen un gran corazón. Gánate a uno de ellos y te será fiel hasta derramar la última gota de sangre; y así ha de ser, espero, con este Murzio.
Bueno, pero ¿qué tiene que ver esto con la posibilidad de introducirse en Zembabwei?
Palántides guiñó un ojo.
En toda gran ciudad hay una reja que carece de guardias: la de las cloacas.
¿Cloacas? ¡La selva ha alterado tu juicio, hombre! Un lugar bárbaro como éste no las tendrá.
¡Ah, sí! Pero las tiene; es probable que daten de la era anterior al hombre. ¿Ves ese chorro delgado de cieno que emerge de la grilla, a lo largo de la pared suroeste? —dijo Palántides señalando con el dedo.
Sí, lo veo.
A juzgar por el hedor que la brisa arrastra hasta aquí, ése es el desagüe de las cloacas de Zembabwei. A fin de que sus retretes se vacíen allí, los negros deben de haber construido túneles subterráneos, o tal vez hayan utilizado un sistema que ya existía en ese lugar, pues sospecho que la ciudad está construida sobre las ruinas de otra más antigua. Ahora bien, si hay un hombre en nuestro ejército capaz de introducirse como un gusano por esa reja, nadie como Murzio, ya que es delgado como una anguila y tres veces más escurridizo.
Trocero se rascó la perilla, generalmente muy bien cuidada, pero velluda y llena de barro en aquel momento, y dijo:
Comprendo tu plan, amigo mío. En la oscuridad de la noche se abrirá camino arrastrándose hasta el interior, acuchillará o dejará sin sentido a los guardias y nos abrirá la puerta quitando la barra.
Ya te he expuesto todo mi plan, noble conde. Lo tienes a tu disposición, y la mejor parte del mismo son las cloacas. Me llena de placer el pensar que ese fastidioso zingario tendrá que sumirse en las heces hasta las narices. Nunca tuve mucho aprecio por estos zingarios desde que sorprendí a un trovador de esa raza en la cama con mi mujer. Aclaro, con mi difunta mujer.
Trocero hizo una mueca.
Volvamos al campamento para informar al noble Murzio de que el destino lo ha elegido salvador de su rey —dijo con una risita ahogada.
¡Ah, no! ¡De ninguna manera! —replicó Palántides—. ¡Soy yo el que ansío decírselo!
 
Horas más tarde, mientras una rojiza oscuridad se extendía sobre los muros y las torres de Zembabwei, una delgada y grácil figura vestida de negro se deslizó desde el borde de la selva y atravesó el río, nadando silenciosamente. Al llegar a la otra orilla, buscó el maloliente riachuelo que fluía desde la reja por debajo de las toscas paredes. Unas cuantas brazadas más lo condujeron hasta el obstáculo. Por un momento, se detuvo en busca de un acceso. Luego se escurrió adentro y desapareció de la vista.
Quizá Murzio poseyera la sangre noble que pretendía tener, o quizá no, pero, cuando juraba lealtad a un rey, le servía hasta el fin.
 

9. La luna roja

La luz fantasmagórica de la luna brillaba oblicuamente sobre las calles de la Antigua Zembabwei. Nadie dormía en la ciudad, pues aquella era la noche de la Luna Roja. Cuando el ominoso cambio se produjese en la órbita celeste, el rey Nenaunir invocaría a su siniestro dios, cuyo altar se teñiría de púrpura con la sangre de los sacrificios humanos, al tiempo que la luna reflejaría el mismo sangriento matiz. Por las estrechas y tortuosas calles de la antigua ciudad pasaban procesiones con antorchas. Los tambores resonaban en la noche oscura y caliente, y se oía en el aire la melodía de cánticos misteriosos.
En las mazmorras de Zembabwei, Conan se paseaba por la celda como un felino al acecho. El príncipe Conn lo observaba. Él también había contado los días y las noches, basándose en el número de veces que les habían traído alimentos. La noche en que aniquilaron a las huestes de Estigia frente a las garras extendidas de la Esfinge Negra de Nebthu había luna llena en el cielo. Alrededor de un mes y medio —cuarenta y un días para ser más exactos— había transcurrido desde entonces. Los maestros de Conn se habían preocupado especialmente de que éste conociera bien las fases de la luna, pues algún día iba a reinar sobre un poderoso país de labradores. Por lo tanto, sabía que aquel día habría luna llena, y su padre le había enseñado que nunca se producía un eclipse a menos que la luna estuviera en dicha fase.
De manera que aquella noche, a menos que interviniera alguna fuerza desconocida, él y su padre sufrirían una muerte atroz en los negros altares de Damballah.
Hasta la profundidad en la que se encontraban llegaba el espantoso redoble de los tambores de la selva, con su ritmo lento y enloquecedor. Miles de salvajes seguidores de Nenaunir iban añadiendo frenesí a su sed de sangre para celebrar con dignidad los ritos que acompañarían la llegada de la Luna Roja.
En más de una ocasión, Conan había probado sus fuerzas contra los barrotes de la celda hasta pelarse las palmas de las manos. Pero, una y otra vez, se vio obligado a aflojar la presión. Los oídos le zumbaban, y tenía la cara congestionada por el esfuerzo. Los barrotes eran demasiado gruesos aun para su fuerza sobrehumana. Los constructores de la celda habían calculado bien; por más viejos y corroídos que estuvieran, aquellos barrotes de más de una pulgada de grosor no cederían jamás ante la fuerza de un hombre.
Entonces, la penetrante mirada de Conan distinguió una sombra que avanzaba. No más que un bulto negro, algo más compacto que una sombra, que se deslizaba silenciosamente. Conan se estremeció, y miró hacia el tenebroso corredor. Una cara enjuta y lívida se destacaba en medio de las tinieblas... era un rostro familiar.
Murzio, ¿eres tú o estoy soñando? —susurró Conan.
En efecto, soy yo, tu súbdito —replicó con voz suave y apagada.
¿Cómo, en nombre de Crom, has llegado hasta aquí? ¿Qué hay de mis huestes? ¿Están acampadas en las cercanías? ¿Y cómo has conseguido colarte por la cloaca?
El zingario sonrió preocupado, con el rostro tenso a causa de la excitación, y relató rápidamente en voz baja su aventura.
Pero —añadió en tono desesperado— las cloacas que llegaban a las calles más elevadas eran demasiado estrechas para que pudiera introducirme por ellas. Descubrí el sistema de pasajes y lo seguí hasta aquí, pero las salidas están fuertemente custodiadas. Te he encontrado, Majestad, pero he fracasado en mi misión. Me es imposible llegar hasta las puertas de entrada para abrírselas al ejército.
Conan iba digiriendo estas noticias.
Puede ser que no todo esté perdido —dijo gruñendo—. ¿Tienes una ganzúa? Una vez fuera de esta jaula tendríamos al menos una oportunidad para luchar.
Murzio extrajo un alambre doblado y comenzó a trabajar con la cerradura. La pálida luz de las antorchas hacía brillar las gotas de sudor que cubrían la frente del noble zingario. Durante unos momentos no se oyó ningún ruido, salvo el de su respiración, y el ligero sonido seco del metal sobre el metal. Por fin, Murzio levantó los ojos, y con el rostro lleno de desesperación dijo:
¡Ni el propio padre Ninus hubiera podido hacer saltar esta cerradura, señor! Creo que está maldita.
Conan gruñó.
Quizá lo esté. ¡Ese chacal de Estigia es capaz de haber lanzado un encantamiento a la cerradura de mi celda! El taimado demonio sabe que he escapado de más de una prisión. ¿Qué sucede con la cerradura de la celda que hay a mi izquierda? El prisionero que está en ella es un amigo.
La figura vestida de oscuro se puso a trabajar en la cerradura de la celda de Mbega. El encadenado negro miraba en silencio, impasible. De pronto, con un ruido metálico, la cerradura cedió. Conan, dando rienda suelta a su contenido aliento, lanzó un suspiro de alivio.
Murzio penetró en la celda y liberó rápidamente de sus cadenas al destronado rey de Zembabwei. El zingario ayudó al majestuoso negro a salir cojeando al corredor, aunque su delgado cuerpo se doblaba bajo el gran peso de Mbega. Conan observó en silencio como el imponente negro masajeaba sus propias extremidades para que revivieran.
De nuevo Murzio trató en vano de abrir la cerradura de la celda de Conan, y, una vez más, éste, con la ayuda de los otros tres, trató de doblar los barrotes del calabozo, pero sin el menor éxito.
Vosotros, los zembabweis, habéis construido una sólida puerta de calabozo —dijo jadeando—. No importa; lo que no puede curarse debe sufrirse.
Pero tú te enfrentas a la muerte —dijo Mbega gravemente. 
Conan se encogió de hombros con expresión feroz.
No es ésta la primera vez, amigo mío. ¿Qué puedo hacer? —preguntó Murzio.
Ante todo, dame el puñal que llevas al cinto. Estos negros me han dejado casi desnudo, pero al menos no me han quitado las botas.
Conan deslizó la larga hoja en su bota derecha.
Ahora, ayuda a Mbega a salir de aquí. Quizás conozca un camino para escapar por este laberinto hacia la superficie. Ayúdalo a encontrar asilo entre aquellos de sus defensores que estén aún vivos. Mbega, ésta es tu última oportunidad. Si tus amigos pueden alzarse antes de la hora del sacrificio y abrir la reja del sur a mi ejército, sobreviviremos.
«Murzio, tengamos éxito o fracasemos, te doy las gracias. Eres un hombre valiente y leal. Si logramos superar los peligros de esta noche, puedes pedirme la baronía de Castria. Ahora, ¡adiós y suerte! Marchaos rápidamente y que Crom y Mitra os acompañen.
Las dos oscuras siluetas desaparecieron en las densas sombras que había más allá de la parte iluminada. Conan le dio una palmada en el hombro a Conn.
Alégrate, hijo —dijo con un gruñido—. Un amigo dentro de los muros vale más que mil fuera de ellos.
Volvió a quedar en silencio al oír las suaves pisadas de pies descalzos que se acercaban por el corredor. Tuvo plena conciencia de que aquella era su hora, la hora que podía significar el cumplimiento de la venganza de Thoth-Amon o la caída de un imperio.
 

10. El escurridizo

Un destacamento de guerreros negros entró en la prisión, ató a Conan y a su hijo con fuertes correas de cuero y los escoltó fuera del calabozo. Salieron a la gran plaza que se hallaba entre el palacio y el templo. En lo alto del cielo, el disco plateado de la luna llena se destacaba, y hacía palidecer a las estrellas.
La plaza estaba circundada de piedras verticales, cinceladas toscamente con extraños jeroglíficos de una simbología desconocida. Conan no hubiese podido decir si aquello era obra de los brujos zembabweis o de sus antepasados prehumanos.
A un lado, frente al templo de Damballah, un siniestro ídolo se elevaba hacia el cielo. Estaba tallado en basalto negro, y era tres veces más alto que un hombre. Era tan alto como el siniestro anillo de monolitos. Al acercarse al eidolón, Conan se dio cuenta de que había sido construido de manera que semejara una enorme serpiente enroscada en forma de cono. La cabeza cuneiforme del ofidio miraba fijamente hacia abajo desde el vértice. Por un instante, la cosa pareció cobrar vida, pues sus ojos de color escarlata brillaron con fría malignidad. Pero, poco después, Conan comprobó que las pupilas del dios-serpiente eran gigantescos rubíes y que su aparente vida se debía a la vacilante luz de las antorchas.
El cimmerio reprimió un escalofrío. El ídolo de Set, o de Damballah, como lo llamaban los zembabweis, representaba desde tiempos inmemoriales la fuerza de las tinieblas y del mal en la tierra. Balbució una plegaria a Crom. Aquel lejano dios cimmerio rara vez se entrometía en las cosas terrenales, y poco le importaba ser venerado por seres humanos. Pero cuando el demonio del Profundo Abismo lanza miradas desde lo alto con sus llameantes ojos escarlata, cualquier dios es mejor que ninguno.
El altar de Damballah era como una gran concavidad de mármol ubicada en el pavimento, delante del ídolo. En el mármol habían sido incrustados anillos de bronce. Conan y Conn fueron atados con cadenas en el fondo de la concavidad, y quedaron totalmente imposibilitados para adoptar otra postura que no fuera la erguida. Allí les quitaron las ataduras de cuero.
Conan estudió la situación. Sus cadenas y los anillos que le aprisionaban las muñecas eran de bronce recién forjado y, por tanto, quizás irrompibles. Pero los anillos incrustados en el mármol parecían tener cientos de años y estar carcomidos.
Una vez que estuvieron amarrados los cautivos, los sacerdotes negros de Set se retiraron. Se hizo un gran silencio. El viento nocturno de la selva silbaba a través del círculo de piedras verticales, y hacía flamear las antorchas. Los ojos rojos de la estatua ardían en la oscuridad como un misterioso simulacro de vida.
Al otro lado de la plaza, la figura encorvada y disminuida de Thoth-Amon estaba de pie al lado del rey Nenaunir. El monarca negro lucía todas sus insignias reales y estaba ataviado con un manto púrpura que le llegaba hasta los pies. Tenía la cara cubierta con una máscara de serpiente. Con la mano derecha, en la que brillaban sortijas a modo de talismanes, cogió la vara de cabeza de serpiente con la que conjuraba hechizos.
El silencio se prolongaba. De pronto, miles de cabezas miraron hacia arriba y un prolongado «¡ah-h-h!» escapó de las gargantas de los zembabweis que allí se apiñaban. Conan también levantó la vista. Una sombra roja, con el borde delantero curvo, comenzó a extenderse por la faz de la luna.
Los tambores, que se habían mantenido en silencio, comenzaron a sonar nuevamente, marcando un ritmo febril. Su redoble parecía el palpito de un corazón de gigante. Las brumas de la selva que se rizaban sobre las cabezas parecían retorcerse y enrollarse al compás de cada golpe. Los ojos enjoyados del dios-serpiente parecían pestañear y centellear siguiendo el ritmo. La sombra roja se extendió aún más. Había llegado el momento de actuar.
Cogiendo con las manos la cadena que apresaba su muñeca derecha, Conan dio una fuerte sacudida con todo su peso. Diez mil negros lo observaban con ojos fríos e indiferentes. Los músculos de los hombros, la espalda y los brazos del cimmerio abultaban a causa del esfuerzo. La cadena resistió, pero el antiguo anillo incrustado en el mármol cedió, y saltó con un chasquido.
Con una mano libre, Conan dio media vuelta y arrojó todo su peso contra la otra cadena. Su rostro se congestionó a causa del esfuerzo. Sus ojos parecían salirse de las órbitas, y sus labios se entreabrieron con un gruñido bestial. El segundo anillo cedió con un sonoro crujido.
Conan tuvo la sensación de que, en cualquier momento, podría sentir el sordo impacto de una flecha o de una jabalina en su espalda. Pero nada de eso ocurrió. Con absoluta indiferencia, los negros observaban cómo se iba liberando.
Con las sienes latiendo furiosamente, Conan se volvió hacia Conn. La sombra roja seguía avanzando, los tambores cambiaron de ritmo y un cántico atronador surgió de la muchedumbre allí congregada.
Intentando emular a su padre, el joven Conn se esforzaba por deshacerse de sus grilletes, pero en vano. Con un profundo escalofrío, Conan se lanzó en ayuda de su hijo. Sintió en la nuca una repentina corriente de aire helado. Era tan fría que las gotas de sudor que tenía en la espalda se congelaron de inmediato y se convirtieron en diminuto granizo.
Conan tenía plena consciencia de la misteriosa corriente helada que lo cubría, y al mismo tiempo vio una cosa extraña. La sombra escarlata había cubierto casi todo el disco de la luna. Pero, por encima de la plaza, los vapores se arremolinaban y se congelaban debido a la corriente de frío sideral que soplaba desde el cielo, donde la Luna Roja resplandecía como un ojo ciclópeo. Los vapores se condensaron tomando forma y cuerpo, el cuerpo y la consistencia de una enorme serpiente.
El temor se adueñó de Conan. Éste comprendía ya el significado del cóncavo altar y la razón por la que habían sido encadenados en posición vertical. Mientras la primera espiral de vapor semisólido se posaba sobre él, visualizó todo el horror de la muerte que Nenaunir había planeado para ellos.
Porque el propio Damballah se estaba materializando en la planicie, y muy pronto los remolinos de vapor del Padre del Mal se condensarían en el aire vacío para reducirlos a pulpa a ambos y alimentarse después con sus almas temblorosas.
 

11. La luna de sangre

Ignorando el frío que lo invadía, Conan arrojó toda la fuerza de su cuerpo sobre la última cadena que ataba a su hijo al altar. El anillo de bronce se rompió con un crujido.
Los anillos sobrenaturales le pesaban a Conan. Conseguían doblar con su peso los musculosos miembros, y el frío sideral que de ellos emanaba hacía mella en el centro de su cálida vitalidad. Se inclinó con esfuerzo y extrajo de su bota el puñal que le había proporcionado Murzio. Hundió el arma hasta la empuñadura en los anillos que se iban engrosando y que casi dominaban su cuerpo.
—¡Padre! —gritó Conn, al ver el dispositivo demoníaco que Nenaunir había conjurado de los infiernos transgalácticos.
—¡Corre, muchacho! —dijo Conan jadeando—. ¡Las puertas! ¡Sálvate tú, e intenta que entre el ejército!
Una y otra vez, Conan dio fuertes estocadas con su daga en los macizos anillos. Aun cuando los cortes eran profundos, no parecían lastimar a la aparición que se iba solidificando lentamente sobre él. Las escamas, que tenían forma de platillo, iban raspando su pellejo. Trastabilló bajo el peso de la monstruosa serpiente. En lo alto, la cabeza cuneiforme de Damballah se mecía sobre la luna ardiente, mientras que sus ojos llameantes de color escarlata relucían en las órbitas.
Una cruel, astuta y maligna inteligencia se escondía tras aquellos ojos de reptil, y también un gran cansancio, una desesperación tremenda y un hambre insaciable. El alma de Conan se amilanó cuando el bárbaro clavó la mirada en los ojos de aquel demonio, que durante un millón de años se había esforzado por arrojar a la raza de los hombres al fango de donde había surgido lenta y penosamente.
El frío le invadía los huesos. El peso de las espirales movedizas era aplastante. Lentamente, el primer anillo le fue atenazando el pecho, estrujándole el corazón y los pulmones como un torno. La mano que sostenía el puñal se entumeció, y la daga cayó sobre el mármol.
Conan siguió luchando, pero ya no se trataba de un combate de la carne contra la carne. Era un forcejeo entre voluntades indomables, reducido a una lucha del espíritu en algún plano de consciencia ajeno a Conan. Al cimmerio le pareció que su mente, su voluntad y su alma eran una extensión de su cuerpo. Opuso todo el vigor de su inquebrantable voluntad contra la negatividad espiritual de la serpiente demoníaca, como si se hubiera tratado de arrojar una jabalina contra un enemigo de carne y hueso.
Ya no tenía consciencia de su cuerpo, que estaba entumecido de los pies a la cabeza. En forma confusa, le constaba que seguía erguido y envuelto en las asfixiantes espirales de la Gran Serpiente. Los latidos de su corazón se hicieron más lentos, y los músculos iban adquiriendo el rigor de la muerte; su misma sangre se le congelaba en las venas. Pero en lo más profundo de su ser todavía se manifestaba un fondo de voluntad al que se aferró. En esa sombría batalla de capacidades mentales puso todo su valor, su hombría y su gran ansia de vivir. Contra esto último, el demonio no poseía armas, pues era una criatura de muerte y decadencia; su único deseo era el de destruir toda manifestación de vida.
Pero la fuerza de la serpiente era demasiado colosal, semejante a la potencia que mantiene erguidas las montañas y sostiene el planeta en movimiento. Infundía a su adversario temor, cobardía y dudas acerca de sí mismo. Éstas eran las armas del abismo. Con ellas, Damballah minaba la hombría de los héroes, envenenaba a los patriotas con el veneno de la traición y se nutría de las almas de naciones e imperios.
La fría inteligencia de aquel ser del otro mundo sabía que, a su tiempo, podría destruir el universo y extinguiría los fuegos del mismísimo sol. Y proyectaba esa invencible fuerza de vampiro contra un solo hombre. Por más valiente que fuera, ningún ser vivo podía resistirse a aquel poder de succión que conseguía drenar la fuerza de los soles.
La mente de Conan se nubló, su consciencia se desvaneció, pero su poderoso instinto de supervivencia le hizo seguir luchando con todo el poder que conservaba su alma. Continuó debatiéndose contra la oscuridad que lo empujaba al abismo de la nada, mientras la luna roja descendía y el rey Nenaunir reía a carcajadas.
  

12. Muerte en la noche

Repentinamente, el frío mortal que inmovilizaba el cuerpo de Conan comenzó a ceder. La aplastante presión ejercida sobre él se hizo más ligera, y la postración que nublaba su mente desapareció ante un brote de renovado vigor.
Volvió lentamente en sí. Estaba tendido de espaldas en el fondo de la concavidad de mármol, contemplando las titilantes estrellas. La luna, convertida de nuevo en un disco de plata reluciente, arrojaba sobre él sus pálidos rayos.
Un intenso alboroto le hizo ponerse en pie, pero sólo para volver a caer, mareado, de rodillas. No había recuperado todas sus fuerzas. Cuando logró incorporarse de nuevo, contempló un extraordinario espectáculo.
A algunos pasos de la concavidad de mármol yacía Nenaunir, derribado en su hora de triunfo. Cerca de él, brillando a la luz de la luna, se veía el puñal que Murzio le había entregado a Conan y que éste había dejado caer en su lid contra el dios-demonio. Más atrás, debatiéndose entre los negros dominados por el terror, se hallaba el asesino.
Era el príncipe Conn, desgreñado y jadeante. Con su melena desordenada, el muchacho parecía un animal de presa. Libre de cadenas gracias a los últimos esfuerzos de Conan, el chico no había huido tal como se lo ordenara éste. Había cogido el puñal caído en el suelo, y con éste se arrojó a través de la plaza donde se hallaba Nenaunir, con los ojos relucientes por la sed de sangre y por su triunfo. Todos los presentes estaban pendientes de la lucha cósmica que tenía lugar en la negra concavidad de mármol, y nadie, salvo Thoth-Amon, había visto que el hijo de Conan atacaba de forma suicida al extasiado rey-brujo de Zembabwei.
Durante un segundo de vacilación, Thoth-Amon detuvo su mano, debatiéndose entre le envidia y la prudencia. Ese minuto fue suficiente para que el puñal se hundiera en el corazón de Nenaunir, y el vicario de Damballah quedara tendido en un charco de sangre. El sortilegio que amparaba a Damballah en el plano terrenal quedó roto a tiempo para evitar que el alma debilitada de Conan se extinguiera. Por encima de la concavidad destinada al sacrificio, aquella aparición semejante a una serpiente se disolvió de nuevo en vapor informe, y Conan logró sobrevivir.
Antes de que unos negros que habían prendido al cimmerio se decidieran a matarlo, una horda ululante de oscuros guerreros irrumpió dando aullidos en la plaza desde todas las calles vecinas, y cayó sobre los adoradores de Damballah, atacándolos por todos los ángulos. Las apretadas y ordenadas filas de los hombres de Nenaunir cayeron presa del caos mientras los no combatientes huían desesperadamente para salvarse. Sin su jefe, los partidarios de Nenaunir, fácilmente identificables por sus cabezas adornadas con plumas, fueron muertos a centenares.
En la plaza sonaron las notas metálicas de una trompeta, y se oyó el taconeo de botas. Conan se estremeció de placer... sus aquilonios habían llegado. Se abrió camino entre el fragor del combate, dando órdenes a sus hombres. Vio a Mbega, seguido por un centenar de partidarios que se dejaban caer desde lo alto del techo de uno de los edificios bajos que había junto a la plaza, y se lanzaban a la refriega con jabalinas, hachas y mazas.
Muy pronto se oyó el sonido metálico de las armas que caían sobre el pavimento, arrojadas por cientos de hombres de Nenaunir que se arrastraban por el suelo pidiendo clemencia. Mbega iba de grupo en grupo para impedir una carnicería general.
Conan se mantenía en pie con las piernas medio entumecidas, y se tambaleó cuando Conn cruzó la plaza corriendo y cayó en sus brazos. El cimmerio lo estrujó contra su pecho, y le dijo bruscamente unas palabras de consuelo, al tiempo que buscaba a Thoth-Amon con la mirada.
No se veía al hechicero estigio por ninguna parte. En ese momento, un dragón alado extendió sus alas de murciélago y remontó el vuelo desde lo alto de una de las torres. Un hombre moreno ataviado con una túnica verde iba a horcajadas sobre el alado reptil. El monstruo describió un círculo sobre la ciudad maldita, y luego se alejó volando en dirección al sur. Salvo Conan, nadie lo había visto huir. Mientras lo observaba, el bárbaro frunció pensativamente el ceño. En el sur no había nada salvo innumerables leguas de selva hasta el fin del continente mismo, donde una playa sin nombre se enfrentaba con un mar desconocido. Sólo sabía a ciencia cierta que en el extremo sur de la comarca se hallaba el límite del mundo conocido. Thoth-Amon había perdido su último aliado; se hallaba solo, y hasta el despiadado dios que adoraba le negaría su protección. No podía huir más lejos, y Conan sabía que ya no le quedaba ningún lugar adonde ir.
El bárbaro había juzgado que la última batalla se libraría allí, entre las torres sin techo de Zembabwei. Fue un error. El postrer combate tendría lugar en una playa sin nombre, en los confines del Mundo.
Atrayendo a Conn hacia sí y enjugando sus histéricas lágrimas, Conan se precipitó fuera del altar y se detuvo, preocupado pero sonriente, a la espera de que se acercaran Palántides y Trocero. Antes del rosado amanecer, un rey volvería a ocupar su trono, y los últimos seguidores del profeta y vicario de Damballah perecerían. Conan coronaría a Mbega con sus propias manos; luego, el ejército tendría que descansar en Zembabwei por un tiempo para curarse sus heridas y hasta que recuperara todo su poder de combate, después de la larga marcha a través de las marismas y de la selva.
Luego iniciarían una nueva marcha hacia el sur en dirección a los confines del Mundo, para librar la batalla final contra Thoth-Amon.
Conan sonrió y, dilatando su ancho tórax, aspiró el aire fresco de la noche, y sintió que la sangre bullía por su poderoso organismo y que volvía a estar en posesión de todo su vigor.
¡Por Crom! ¡Qué bueno era sentirse vivo! 




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