Después
de tomar por asalto la capital y asesinar al rey Numedides a los pies
del trono -del que se adueñó a continuación-, Conan, que
tiene ya más de cuarenta años, es el rey de la nación más grande
de Hiboria.
Su
vida de rey, sin embargo, no es un lecho de rosas. Aún no ha pasado
un año y el juglar Rinaldo entona ya insolentes baladas
alabando al «mártir» Numedides. El conde de Thune, Ascalante,
ha reunido a un grupo de conspiradores para derrocar al bárbaro.
Conan comprueba que la gente tiene mala memoria, y que él también
sufre el desasosiego que conlleva la corona.
1
Por
encima de los sombríos chapiteles y de las relucientes torres
se extendía la oscuridad y el silencio previo al amanecer. En una
oscura callejuela, en un complicado laberinto de tortuosos caminos,
cuatro figuras enmascaradas salieron apresuradamente por una puerta
que ha abierto furtivamente una mano morena. Salieron a toda
prisa a la noche cubiertos con sus capas y desapareciendo con
sigilo como si hubieran sido fantasmas. Detrás de ellos, un rostro
de expresión burlona se dejaba ver en la puerta entreabierta, y unos
ojos diabólicos brillaban con malevolencia en la oscuridad.
-Entrad
en la noche, criaturas de la noche -dijo una voz burlona-. Oh,
estúpidos, la muerte os persigue como un perro ciego, y ni
siquiera lo sospecháis. El que había pronunciado aquellas palabras
cerró la puerta con cerrojo, y luego se dirigió hacia el pasillo,
llevando una vela en la mano. Era un gigante sombrío; su piel oscura
revelaba su origen estigio. Entró en una habitación interior, donde
un hombre alto y enjuto, vestido con un traje de terciopelo, se
arrellanaba como un gato enorme y holgazán en un sofá de seda,
y bebía vino de una enorme copa de oro.
-Bien,
Ascalante -dijo el estigio, al tiempo que dejaba en su sitio la
vela-, tus rufianes han salido sigilosamente a la calle como ratas de
sus ratoneras. Te vales de extrañas herramientas.
-¿Herramientas?
-repuso Ascalante-. ¿Cómo? Eso es lo que ellos me consideran a mí.
Durante meses, desde que los cuatro conspiradores me hicieron venir
del desierto del sur, he vivido entre mis enemigos, ocultándome
durante el día en esta oscura casa y acechando en siniestros
pasadizos cada noche. Y he conseguido lo que los nobles rebeldes no
pudieron lograr. A través de ellos y de otros agentes que jamás me
han visto, he llenado el imperio de malestar y de sedición. En suma,
trabajando en la sombra he preparado el terreno para la caída
del rey que reina en la luz. Por Mitra, fui estadista antes de ser un
proscrito.
-¿Y
esos embaucadores que se creen tus maestros?
-Seguirán
creyendo que les obedezco hasta que logremos nuestro objetivo.
¿Quiénes son ellos para igualar el talento de Ascalante?
Volmana, el conde enano de Karaban. Gromel, el caudillo gigante
de la Legión Negra. Dion, el obeso barón de Attlus. Rinaldo, el
atolondrado juglar. Yo soy la fuerza que ha amalgamado el acero
de cada uno de ellos, y los aplastaré cuando llegue el momento. Pero
eso forma parte del futuro, y el rey, en cambio, morirá esta
misma noche.
-Hace
algunos días vi salir de la ciudad a los escuadrones imperiales
-dijo el estigio.
-Cabalgaban
hacia la frontera invadida por los pictos, que se han vuelto locos
con el fuerte licor que les he dado. La enorme riqueza de Dion lo
hizo posible. Y Volmana hizo posible que dispusiéramos del resto de
las tropas imperiales que quedan en la ciudad. Por medio de sus
nobles parientes de Nemedia, fue fácil convencer al rey Numa
para que requiera la presencia del conde Trocero de Poitain, mariscal
de Aquilonia. Y, debido a su rango, además de su propio ejército lo
acompañará una escolta imperial, y, Próspero, el hombre de
confianza del rey Conan. Sólo queda la guardia personal del rey en
la ciudad... además de la Legión Negra. A través de Gromel he
corrompido a un oficial derrochador de esa guardia y lo he sobornado
para que aleje a sus hombres de la puerta del rey a medianoche.
«Entonces,
con dieciséis granujas sanguinarios a mis órdenes, nos
introduciremos en el palacio por un túnel secreto. Cuando hayamos
conseguido nuestro objetivo, aunque el pueblo no se alce para
aclamarnos, la Legión Negra de Gromel será suficiente para
controlar la ciudad y la corona.
-¿Y
Dion cree que le vais a dar la corona a él?
-Sí.
El muy estúpido la reclama por unas gotas de sangre real que corren
por sus venas. Conan comete un grave error al dejar vivos a hombres
que presumen de descender de la antigua dinastía a la que él
arrebató la corona de Aquilonia.
»Volmana desea volver a gozar de la protección de la corona como
en el antiguo régimen, para poder devolver a su arruinada hacienda
su antiguo esplendor. Gromel odia a Palántides, el capitán de
los Dragones Negros, y ansia el mando de todo el ejército con la
tenacidad de un bosonio. De todos ellos, el único que no tiene
ambiciones personales es Rinaldo. Considera a Conan un bárbaro
asesino y tosco que vino del norte para saquear una tierra
civilizada. Idealiza al rey que Conan asesinó para conseguir la
corona, recordando únicamente que aquél protegía de vez en cuando
las artes, y olvidando las vilezas de su reinado, y haciendo que la
gente olvide. Ya entonan públicamente el Lamento por el rey en
el que Rinaldo alaba al infame difunto y describe a Conan como "un
salvaje de negro corazón procedente del abismo". Conan no hace
caso, pero la gente lo maldice.
-¿Por
qué odia a Conan?
-Los
poetas siempre odian a los que ostentan el poder. Para ellos la
perfección está siempre del otro lado de la última revuelta,
o más allá de la siguiente. Huyen del presente con sueños acerca
del pasado y del futuro. Rinaldo es una llama de idealismo que
él cree que se eleva para destruir al tirano y liberar al pueblo. En
cuanto a mí... bueno, hace unos meses no tenía más ambición que
asaltar caravanas durante el resto de mi vida. Ahora, en cambio,
los viejos sueños reviven. Conan morirá. Dion subirá al trono.
Después, también él morirá. Uno a uno, todos los que se oponen a
mí morirán por el fuego o el acero, o por medio de esos mortíferos
vinos que tú preparas tan bien. ¡Ascalante, rey de Aquilonia!
¿No te parece que suena muy bien?
El
estigio se encogió de hombros.
-Hubo
un tiempo -dijo con amargura- en que también yo tenía mis
ambiciones, a cuyo lado las vuestras parecen ridículas e infantiles.
¡Qué bajo he caído! Mis viejos amigos y rivales quedarían
horrorizados si pudieran ver a Thoth-Amon el del Anillo sirviendo de
esclavo a un proscrito, y proscribiéndose él mismo. ¡Envuelto
en las mezquinas ambiciones de nobles y reyes!
-Tú
confías en tu magia y en tus ridículas ceremonias -repuso
Ascalante-. Yo confío en mi ingenio y en mi espada.
-El
ingenio y la espada no sirven de nada contra los poderes de la
Oscuridad -gruñó el estigio, de cuyos negros ojos se desprendían
destellos amenazadores-. Si yo no hubiera perdido el Anillo, nuestra
situación sería muy diferente.
-Sin
embargo -contestó impaciente el proscrito-, llevas las marcas de mis
latigazos en la espalda, y probablemente seguirás llevándolas.
-¡No
estés tan seguro! -El diabólico rencor del estigio brilló por un
instante en sus ojos iracundos-. Algún día, de algún modo,
encontraré el Anillo otra vez, y entonces, por los colmillos de
la serpiente Set que me las pagarás...
El
aquilonio se levantó enojado y le golpeó brutalmente en la boca.
Thoth retrocedió; la sangre le mojaba los labios.
-Eres
demasiado osado, perro -gruñó el proscrito-. Ten cuidado, aún
soy tu amo y conozco tu terrible secreto. Delátame si te atreves.
Grita por ahí que Ascalante está en la ciudad conspirando
contra el rey.
-No
lo haré -murmuró el estigio, limpiándose la sangre de los labios.
-No,
no te atreverás -dijo Ascalante con siniestra sonrisa-. Porque si
muero por tus malas artes o por traición, un sacerdote ermitaño
que vive en el desierto del sur se enterará y romperá el sello
del manuscrito que le entregué. Y cuando lo haya leído, mandará un
mensaje a Estigia, y un viento se levantará desde el sur, a
medianoche. ¿Y dónde te esconderás entonces Thoth-Amon?
El
esclavo se estremeció, y su oscuro rostro palideció.
-¡Basta!
-Ascalante cambió el tono repentinamente-. Tengo trabajo para ti. No
me fío de Dion. Le ordené que se fuera a su hacienda en el campo y
que permaneciera allí hasta que el trabajo de esta noche
estuviera terminado. El gordo estúpido jamás pudo disimular su
nerviosismo ante el rey. Síguelo, y si no lo alcanzas en el
camino ve hasta su hacienda y quédate con él hasta que
mandemos llamarlo. No lo pierdas de vista. Está ofuscado por el
miedo, y podría acabar desertando... puede incluso revelarle a
Conan lo que se trama contra él, con la esperanza de salvar así el
pellejo. ¡Vete!
El
esclavo hizo una reverencia, ocultando el odio que sentía, y
obedeció. Ascalante volvió a su vino. Sobre las brillantes torres
se reflejaba un amanecer rojo como la sangre.
2
Cuando
era guerrero, hacían sonar los tambores a mi paso.
El
pueblo arrojaba polvo dorado delante de las patas de mi caballo.
Pero
ahora que soy un gran rey, la gente me persigue
para
envenenarme el vino y clavarme un puñal en la espalda.
El
camino de los reyes
La
habitación era amplia y vistosa, con ricos tapices sobre las
paredes, mullidas alfombras sobre el suelo de marfil y un alto techo
adornado con tallas de plata. Detrás de un escritorio de marfil
incrustado en oro había un hombre de hombros anchos y piel
bronceada, que no parecía estar en consonancia con aquel lujoso
aposento. Pertenecía más bien al sol y a los vientos de la montaña.
Hasta el más mínimo movimiento revelaba unos músculos de acero y
una mente aguda, así como la coordinación propia del hombre
nacido para el combate. No había nada pausado ni moderado en sus
acciones. O estaba completamente quieto -inmóvil como una estatua de
bronce- o en continuo movimiento, pero no con las sacudidas
espasmódicas de unos nervios en tensión, sino con la rapidez de un
felino que nublaba la vista de quien intentara seguir sus
movimientos.
Sus
ropas eran de telas caras pero sencillas. No llevaba anillos ni
adornos, y se sujetaba la negra cabellera únicamente con una cinta
de tela plateada.
Dejó
la pluma dorada con la que había estado garabateando algo sobre unas
tablas cubiertas de cera, apoyó la barbilla en la mano y clavó sus
ojos azules en el hombre que estaba de pie frente a él. Éste estaba
ocupado en sus propios asuntos, arreglando los cordones de su
armadura engastada en oro y silbando distraído. Un
comportamiento bastante extraño si tenemos en cuenta que se hallaba
delante de un rey.
-Próspero
-dijo el hombre de la mesa-, estos asuntos de estado me agotan
más que todas las batallas juntas.
-Es
parte del juego, Conan -respondió el poitanio de ojos oscuros-. Eres
rey y debes interpretar tu papel. -Ojalá pudiera ir contigo a
Nemedia -dijo Conan con envidia-. Parece que hace siglos que no
monto a caballo... pero Publius dice que hay asuntos en la ciudad que
requieren mi presencia. ¡Maldito sea!
«Cuando
destroné a la antigua dinastía -siguió diciendo con la confianza
que existía entre el poitanio y él-, todo fue muy fácil,
aunque parecía muy duro entonces. Recordando ahora la época
violenta que vino después, aquellos días de fatigas, intrigas,
matanzas y tribulaciones no parecen más que un sueño.
»Y
soñé hasta el final, Próspero. Cuando el rey Numedides yacía
muerto a mis pies y arranqué la corona de su ensangrentada
cabeza para ponerla sobre la mía, sentí que había logrado todos
mis sueños. Me había preparado para conseguir la corona, no para
mantenerla. En aquellos días lejanos lo único que quería era
una espada afilada y un camino directo hacia mis enemigos.
Ahora, ningún camino es recto y mi espada es inútil.
»Cuando
derroqué a Numedides, entonces yo era el libertador... y ahora
escupen a mis espaldas. Han erigido una estatua de ese canalla en el
templo de Mitra y la gente se lamenta ante ella, aclamándola como a
la efigie sagrada de un monarca sagrado al que un bárbaro
sanguinario asesinó. Cuando, siendo mercenario, guiaba a sus
ejércitos a la victoria, a Aquilonia no le preocupaba que fuera
extranjero, pero ahora no me lo perdona.
-Ahora
van al templo de Mitra para quemar incienso a la memoria de
Numedides hombres que fueron mutilados y torturados por sus
verdugos, hombres cuyos hijos murieron en sus mazmorras, y cuyas
esposas e hijas fueron arrastradas a su harén. ¡Los muy
olvidadizos y estúpidos!
-Rinaldo
tiene la culpa -repuso Próspero, haciendo otra muesca en el cinturón
del que pendía la vaina de su espada-. Canta canciones que vuelven
locas a las gentes. Cuélgalo con su traje de bufón de la torre más
alta de la ciudad. Déjalo que componga rimas para los buitres.
Conan
negó con su cabeza de felino.
-No,
Próspero. No está en mis manos. Un gran poeta es más grande que
cualquier rey. Sus canciones son más poderosas que mi cetro; casi se
me salía el corazón del pecho cuando cantaba para mí. Yo moriré y
seré olvidado, pero las canciones de Rinaldo vivirán por
siempre.
»No,
Próspero -siguió diciendo el rey, mientras una sombra de duda
oscurecía sus ojos-, hay algo oculto, alguna conspiración de
la que no estamos enterados. Lo presiento, tal como en mi juventud
presentía al tigre oculto entre la hierba. Un malestar latente
recorre todo el reino. Soy como un cazador que se protege cabe su
pequeña hoguera en la selva y oye pasos sigilosos en la
oscuridad y casi puede ver el brillo de unos ojos ardientes. ¡Si
tan sólo pudiera enfrentarme con algo tangible, algo en lo que
pudiera clavar la espada! Te lo he dicho, no es casualidad que
los pictos hayan atacado las fronteras tan violentamente en
estos últimos días, de modo que los bosonios se han visto obligados
a pedir ayuda para rechazar su ataque. Debí haber ido allí con
mis tropas.
-Publius
temía una confabulación para atraparte y asesinarte al otro lado de
la frontera -replicó Próspero, al tiempo que arreglaba la
sedosa cubierta de la cota de malla y admiraba su esbelta figura
en un espejo plateado-. Por eso te recomendó permanecer en la
ciudad. Estos temores nacen de tus instintos bárbaros. ¡Deja
que la gente critique! Los mercenarios están con nosotros, y los
Dragones Negros y todos los rufianes de Poitain confían ciegamente
en ti. El único peligro es que te asesinen, y eso es imposible con
los hombres de la guardia imperial protegiéndote día y noche.
¿Qué estás haciendo?
-Un
mapa -respondió Conan, ufano-. Los mapas de la corte señalan
claramente los territorios del sur, del este y del oeste, pero en el
norte son confusos e incompletos. Yo mismo estoy añadiendo las
tierras del norte. Aquí está Cimmeria, donde yo nací. Y...
-Asgard
y Vanaheim -Próspero echó un vistazo al mapa-. Por Mitra, casi
había creído que esos países eran una fantasía.
Conan
rió a carcajadas, tocando sin querer las cicatrices de su rostro
moreno.
-¡Pensarías
de otro modo si hubieras pasado tu juventud en las fronteras del
norte de Cimmeria! Asgard está situada al norte, y Vanaheim al
noroeste de Cimmeria, y siempre hay guerras a lo largo de las
fronteras.
-¿Cómo
son esos hombres del norte? -preguntó Próspero.
-Altos
y rubios, de ojos azules. Adoran al dios Ymir, el gigante de
hielo, y cada tribu tiene su propio rey. Son rebeldes y salvajes.
Combaten durante el día y beben cerveza y entonan canciones soeces
por la noche.
-Entonces
tú eres como ellos -se burló Próspero-. Te ríes a carcajadas,
bebes bastante y cantas bellas canciones; aunque no conozco ningún
otro cimmerio que beba nada que no sea agua o que ría o entone otra
cosa que no sean cantos tristes.
-Puede
que sea a causa de la tierra en la que viven -contestó el rey-.
No existe una tierra más triste... de montañas, de bosques
sombríos, cubierta por cielos casi siempre grises y fuertes vientos
recorren sus lóbregos valles.
-No
es de extrañar que sus hombres sean tristes -dijo Próspero
encogiéndose de hombros, al tiempo que pensaba en las alegres y
soleadas llanuras y en los azules y tranquilos ríos de Poitain, la
provincia más meridional de Aquilonia.
-No
tienen esperanza en esta vida ni en la otra -repuso Conan-. Sus
dioses son Crom y su oscura estirpe, que reinan sobre un lugar
tenebroso de tinieblas eternas que es el mundo de los muertos.
¡Mitra! Prefiero a los aesires.
-Bueno
-sonrió Próspero-, los sombríos montes de Cimmeria están muy
lejos de aquí. Y ahora debo irme. Beberé a tu salud una copa
de vino blanco nemedio en la corte de Numa.
-Muy
bien -gruñó el rey-, ¡pero besa a las bailarinas de Numa sólo en
tu propio nombre, no vayas a crear complicaciones diplomáticas!
Su
sonora carcajada se oyó fuera de la habitación.
3
Bajo
las cavernosas pirámides duerme enroscado el gran Set;
entre
las sombras de las tumbas se arrastran sigilosos sus oscuros
moradores.
Hablo
el lenguaje de los profundos abismos que nunca vieron
el sol...
Envíame
un siervo para mi odio, ¡oh radiante diosa cubierta de escamas!
El
sol se ponía, y se fundía el verde brumoso de la floresta con un
fugaz tono dorado. Sus débiles rayos se reflejaban en la gruesa
cadena de oro que Dion de Attalus hacía girar sin cesar entre sus
gruesos dedos, sentado en medio del vistoso conjunto de flores y
árboles de su jardín. Movió su pesado cuerpo en el asiento de
mármol y miró furtivamente en derredor, como buscando un enemigo al
acecho. Estaba sentado dentro de un círculo de árboles de delgado
tronco, cuyas ramas entrecruzadas proyectaban una espesa sombra
sobre él. Muy cerca se oía una fuente, y otras, ocultas en varias
partes del jardín, susurraban una melodía eterna.
Sólo
acompañaba a Dion una oscura figura instalada en un banco de mármol,
que observaba al barón con ojos sombríos. Dion prestaba poca
atención a Thoth-Amon. Sabía que era un esclavo en el que
Ascalante confiaba, pero, al igual que muchos hombres ricos, ignoraba
a los de menor rango social.
-No
tienes por qué estar tan nervioso -dijo Thoth-. El plan no puede
fracasar.
-Ascalante
puede cometer errores igual que cualquiera -contestó
bruscamente Dion, estremeciéndose ante la sola idea del fracaso.
-Él
no -repuso el estigio, riendo a carcajadas-, de otro modo yo no sería
su esclavo, sino su amo.
-¿De
qué hablas? -preguntó Dion malhumorado, poco atento a la
conversación.
Thoth-Amon
se mordió los labios. A pesar del dominio que tenía de sí mismo,
su odio, rabia y vergüenza reprimidas estaban a punto de estallar a
la primera oportunidad. No había contado con que Dion no lo viera
como a un ser humano con cerebro e inteligencia, sino como a un
simple esclavo, y, como tal, una criatura despreciable.
-Escúchame
-dijo Thoth-. Tú serás rey. Pero no conoces a Ascalante. No debes
fiarte de él después de que Conan sea asesinado. Yo puedo
ayudarte. Si me proteges cuando llegues al poder, te ayudaré.
-Escucha,
señor. Fui un gran hechicero en el sur. Los hombres consideraban a
Thoth-Amon igual a Rammon. El rey Ctesphon de Estigia me hizo un gran
honor rebajando a los otros brujos para elevarme a mí por encima de
ellos. Me odiaban, pero me temían, pues yo controlaba a los
seres de otro mundo, que acudían a mi llamada y obedecían mis
órdenes. ¡Por Set, mis enemigos sabían que podían despertar a
medianoche y sentir las garras de un horror insondable en la
garganta! Practiqué magia negra y terrible con el Anillo de
Set, que encontré en una oscura tumba bajo tierra, olvidada ya antes
de que el primer hombre saliera arrastrándose del mar.
«Pero
un ladrón me robó el Anillo, y mis poderes desaparecieron. Los
brujos quisieron matarme, mas logré huir. Yo viajaba con una
caravana por las tierras de Koth, disfrazado de pastor de
camellos, cuando los salteadores de Ascalante nos atacaron.
Asesinaron a todos los miembros de la caravana, excepto a mí mismo;
me salvé al revelarle mi identidad a Ascalante, jurando
servirle. ¡Ha sido una amarga esclavitud!
«Para
tenerme en sus manos, escribió mi historia en un manuscrito
sellado y se lo entregó a un eremita que vive en la frontera
meridional de Koth. No puedo asesinarlo mientras duerme, ni
entregarlo a sus enemigos, pues entonces el ermitaño abriría el
manuscrito y lo leería... eso es lo que Ascalante le ordenó. Y
luego haría correr el rumor en Estigia...
Thoth
se estremeció, y una palidez cenicienta tino su piel oscura.
-Los
hombres de Aquilonia no me conocen -dijo-. Pero si mis enemigos de
Estigia supieran mi paradero, medio mundo sería insuficiente para
librarme de una muerte que haría estremecerse a una estatua de
bronce. Solamente un rey con castillos y ejércitos de hombres
armados podría protegerme. Y algún día encontraré el Anillo...
-¿Anillo?
¿Anillo?
Thoth
había subestimado el enorme egoísmo de aquel hombre. Dion ni
siquiera había escuchado las palabras del esclavo, tan ensimismado
como estaba en sus propios pensamientos, pero la última palabra le
sacó de su distracción.
-¿Anillo?
-repitió-. Eso me recuerda... mi anillo de la buena suerte. Se lo
compré a un ladrón shemita que juró habérselo robado a un
brujo del sur, y aseguró que me traería suerte. Le pagué lo
suficiente, bien lo sabe Mitra. Por los dioses, ahora necesito
suerte, pues con Volmana y Ascalante mezclándome en sus malditas
intrigas... buscaré el anillo.
Thoth
dio un salto, la sangre le subió a la cabeza, mientras arrojaba
llamas por los ojos con la furia pasmosa de un hombre que de pronto
comprende la completa estupidez de un imbécil. Dion no le prestó
atención. Levantando una tapa secreta en el asiento de mármol,
rebuscó entre un montón de adornos de todas clases -amuletos
bárbaros, trozos de hueso, bisuterías-, amuletos de la buena suerte
que su naturaleza supersticiosa le había incitado a coleccionar.
-¡Ah,
aquí está! -dijo triunfante mientras sacaba un extraño anillo.
Era
de un metal parecido al cobre, y tenía la forma de una serpiente
enroscada con la cola en la boca. Sus ojos eran unas piedras
amarillas que brillaban siniestramente. Thoth-Amon gritó como si lo
hubiera golpeado, y Dion se volvió y miró boquiabierto su pálido
rostro. Los ojos del esclavo ardían, tenía la boca completamente
abierta, y las enormes y oscuras manos extendidas como garras.
-¡El
Anulo! ¡Por Set! ¡El Anulo! -gritó-. Mi Anillo... el que me
robaron...
El
acero brilló en la mano del estigio, y con un movimiento
de
sus anchos y oscuros hombros clavó una daga en el grueso cuerpo del
barón. El agudo quejido de Dion devino en gorgoteo, y su fofo
cuerpo se desplomó como mantequilla disuelta. Estúpido hasta el
final, murió aterrado, sin comprender por qué. Apartando el cadáver
que yacía en el suelo, Thoth aferró el anillo con las dos manos: de
sus oscuros ojos se desprendía una aterradora avidez.
-¡Mi
Anillo! -murmuró regocijado-. ¡Mi poder!
Ni
siquiera el propio estigio supo cuánto tiempo había permanecido
inclinado sobre el funesto objeto, inmóvil como una estatua,
absorbiendo su aura maligna. Cuando despertó de su ensueño y alejó
su mente de los negros abismos en los que había estado, la luna
brillaba, proyectando largas sombras sobre el banco del jardín a
cuyos pies se extendía la oscura forma del que había sido señor de
Attalus.
-¡Ya
se terminó, Ascalante, se acabó! -murmuró el estigio, y sus ojos
enrojecieron como los de un vampiro en la oscuridad.
Cogió
un puñado de sangre coagulada del charco en el que yacía su víctima
y lo frotó contra los ojos de la serpiente de cobre, hasta que
los destellos amarillos quedaron cubiertos por una máscara de color
carmesí.
-Cierra
los ojos, serpiente mística -pronunció con espeluznante
susurro-. ¡Cierra los ojos a la luz de la luna y ábrelos a los
abismos más oscuros! ¿Qué ves, oh serpiente de Set? ¿A quién
llamas en los abismos de la Noche? ¿De quién es la sombra que cae
sobre la pálida luz? ¡Tráemelo, oh serpiente de Set!
Mientras
acariciaba las escamas rítmicamente con la mano, trazando sobre el
anillo un círculo que siempre volvía al punto de partida, su voz se
atenuó aún más, y susurraba oscuros nombres y horripilantes
conjuros olvidados en la faz de la tierra, pero no en los siniestros
territorios de la oscura Estigia, donde formas monstruosas se agitan
en la oscuridad de las tumbas.
Una
corriente de aire sopló a su alrededor, como el remolino que se
produce en el agua cuando se sumerge una criatura. Un viento
insondable y gélido -como si se hubiera abierto una puerta- le sopló
en la cara. Thoth sintió una presencia a sus espaldas, pero no
se volvió para mirar. Mantuvo los ojos fijos en el mármol iluminado
por la luna, sobre el que flotaba inmóvil una tenue sombra. Mientras
continuaba susurrando sus conjuros, la sombra creció hasta
convertirse en una forma clara y horripilante.
Parecía
un mandril gigante, pero no un mandril de los que habitan en la
tierra, ni siquiera en Estigia. Sin mirar, pero sacan-do de su cinto
una sandalia de su amo -que siempre llevaba consigo con la débil
esperanza de poder utilizarla cuando llegara el momento-, Thoth
la arrojó.
-¡Has
de conocerlo, esclavo del Anillo! -exclamó-. ¡Busca al que lo usó,
y destruyelo! ¡Míralo a los ojos e incendiale el alma antes de
cortarle el cuello! ¡Mátalo! Sí -agregó en una ciega explosión
de ira-, a él y a todos los demás!
Recortada
su figura contra el muro que iluminaba la luna, Thoth vio que el
monstruo inclinaba su deforme cabeza y lo olía como si hubiera sido
un abominable sabueso. Entonces la siniestra cabeza se echó
hacia atrás, la cosa se dio media vuelta y se fue como un viento
entre los árboles. El estigio extendió los brazos con loco frenesí,
y sus ojos y dientes brillaron a la luz de la luna.
Un
soldado que estaba de guardia fuera de las murallas gritó de horror
al ver la enorme sombra negra con ojos ardientes que se alejaba de la
muralla y pasaba a su lado como un huracán. Pero se alejó tan
rápidamente que el atónito guerrero se quedó pensando si se habría
tratado de un sueño o alucinación.
4
Cuando
el mundo era joven, los hombres era débiles y
los
demonios de la noche caminaban libremente,
yo
luchaba con Set mediante el fuego y el acero y el jugo de los árboles
upas.
Ahora
que duermo en el negro corazón de la montaña, y
los
años se han cobrado su precio,
¿olvidáis
a aquel que ha luchado contra la Serpiente para
salvar
el alma de los hombres?
El
rey Conan se encontraba solo en sus aposentos de cúpula dorada,
durmiendo y soñando. A través de la bruma gris oyó una extraña
llamada, débil y remota, y, aunque no la entendió, atravesó la
bruma como un hombre que camina a través de las nubes. La voz se fue
haciendo más nítida a medida que se acercaba, hasta que
entendió lo que decía. Lo estaba llamando a él a través de los
abismos del Espacio o del Tiempo.
Entonces
la bruma se hizo menos densa, y vio que se encontraba en un
enorme corredor oscuro que parecía hecho de sólida piedra negra.
Estaba en penumbras, pero por alguna extraña razón, tal vez
mágica, podía ver con claridad. El suelo, el techo y las paredes
estaban pulidos y brillaban tenuemente, y en ellas habían sido
talladas las figuras de héroes antiguos y de dioses semiolvidados.
Se estremeció al ver el contorno en sombras de los Ancianos
Innominados, e intuyó que ningún pie mortal había pisado aquel
corredor en siglos.
Llegó
hasta una amplia escalera tallada en la sólida roca, cuyos
lados estaban adornados con símbolos esotéricos tan antiguos y
terribles que al rey Conan se le erizó el cabello. Los peldaños
estaban adornados con la figura tallada de Set, la Antigua Serpiente,
de modo que a cada paso que daba apoyaba su pie en la cabeza de éste,
tal como había ocurrido desde la antigüedad. El cimmerio se sentía
desasosegado.
Pero
la voz siguió llamándolo, y finalmente, en una oscuridad
impenetrable para sus ojos humanos, llegó hasta una extraña
cripta y vio una figura de barba blanca sentada sobre una tumba.
Conan se estremeció y aferró su espada, pero la figura le habló
con voz sepulcral.
-Oh,
humano, ¿me conoces?
-¡Por
Crom que no! -juró el rey.
-Hombre
-dijo el anciano-, soy Epemitreus.
-¡Pero
Epemitreus el Sabio murió hace quince siglos! -balbució Conan.
-¡Escucha!
-ordenó el otro-. Así como una piedra que se arroja a un lago envía
ondas a la costa, los acontecimientos del Mundo Invisible han
irrumpido como olas en mi sueño. Te he marcado, Conan de Cimmeria, y
el sello de hechos fundamentales y trascendentes ha sido
estampado sobre ti. Pero los demonios andan sueltos en la
tierra, y tu espada no puede nada contra ellos.
-Hablas
de forma enigmática -dijo Conan, inquieto-. Déjame ver a mi
enemigo y le destrozaré el cráneo.
-Dirige
tu furia bárbara contra tus enemigos de carne y hueso -repuso
el anciano-. No es contra los hombres que he de protegerte. Hay
mundos oscuros que el hombre desconoce, por los que andan monstruos
informes; se trata de demonios que pueden ser atraídos desde los
Vacíos Exteriores para que adopten una forma material y
destrocen y devoren bajo las órdenes de magos malignos. Hay una
serpiente en tu casa, oh rey, hay un reptil en tu reino, que ha
venido de Estigia con la oscura sabiduría de las sombras en su
alma lóbrega. Al igual que un hombre que sueña con una
serpiente que se arrastra hacia él, he sentido la presencia
maligna del neófito de Set. Está borracho de poder, y, cuando ataca
a su enemigo, es capaz de destruir un reino. Te he llamado a fin de
entregarte un arma para que luches contra él y contra su banda
infernal.
-Pero
¿por qué? -preguntó Conan desconcertado-. Se dice que tú
descansas en el negro corazón del Golamira, desde donde has
enviado a tu fantasma de alas invisibles para ayudar a Aquilonia en
épocas de necesidad, pero yo... soy un extranjero y un bárbaro.
-¡Paz!
-repuso el otro, y su fantasmagórica voz resonó en la enorme
caverna llena de sombras-. Tu destino y el de Aquilonia están
unidos. Tremendos acontecimientos se están tejiendo en las entrañas
del Destino, y un hechicero sediento de sangre no ha de interponerse
ante el destino imperial. Hace siglos, Set rodeó el mundo como una
serpiente pitón abraza a su presa. Toda mi vida, que duró lo que la
vida de tres hombres corrientes, he luchado contra él. Lo
arrastré hasta las sombras del misterioso sur, pero en la
oscura Estigia los hombres todavía veneran a quien nosotros
consideramos el archidemonio. De la misma manera que he luchado
contra Set, ahora peleo contra sus adoradores y acólitos. Dame
tu espada.
Conan,
asombrado, se la dio, y el anciano trazó en la hoja un extraño
símbolo que brillaba como el fuego entre las sombras. Y al
instante la cripta, la tumba y el anciano desaparecieron, y
Conan, desconcertado, se levantó de un salto del lecho que se
encontraba en la enorme habitación de cúpula dorada. Y cuando se
levantó, todavía aturdido por el extraño sueño, se dio cuenta de
que estaba sosteniendo la espada en la mano. Y se le erizó el
cabello al notar que en la hoja había un símbolo grabado; se
trataba de la silueta de un fénix. Recordó que en la tumba vista en
sueños le había parecido ver una figura similar, tallada en la
piedra. Ahora se preguntaba si se trataría de una figura de
piedra, y se estremeció al pensar lo extraño que era todo aquello.
Entonces
un sonido furtivo que oyó en el pasillo lo hizo volver en sí,
y sin detenerse a averiguar de qué se trataba comenzó a ponerse la
armadura. Volvía a ser el bárbaro receloso y alerta como un lobo
acorralado.
5
¿Qué
sé yo acerca de la civilización, el oropel, el artificio
y
la mentira? Yo, que nací en una tierra pelada y me crié al aire
libre.
Las
palabras sutiles y los sofismas no sirven de nada cuando canta
la espada;
venid
y morid, perros... yo he sido un hombre antes de ser rey.
El
camino de los reyes
En
el silencio que reinaba en el corredor del palacio del rey, acechaban
veinte siluetas furtivas. Sus sigilosos pies, descalzos o cubiertos
con sandalias de suave cuero, no hacían ningún ruido sobre la
gruesa alfombra que cubría el suelo de mármol. Las antorchas
que había en la pared arrojaban destellos rojizos sobre las dagas,
espadas y hachas de combate.
-¡Silencio!
-susurró Ascalante-. ¡No respiréis tan pesadamente,
quienquiera que sea el que lo esté haciendo! El oficial de la
guardia nocturna ha dejado muy pocos centinelas en el palacio, y
los ha emborrachado, pero de todos modos debemos andarnos con
cautela. ¡Atrás! ¡Aquí vienen los guardias!
Se
apiñaron detrás de unas columnas talladas, e inmediatamente
diez gigantes con armadura negra pasaron a su lado. Miraron
extrañados al oficial que se los llevaba de sus puestos. Éste
estaba pálido en el momento en que los guardias pasaron junto al
escondite de los conspiradores, y se secaba el sudor de la frente con
mano temblorosa. Era joven, y no le resultaba fácil traicionar a un
rey. Maldijo mentalmente sus extravagancias, que lo habían endeudado
con los prestamistas, convirtiéndolo en juguete de políticos
intrigantes.
Los
guardias siguieron de largo y desaparecieron en el corredor.
-¡Muy
bien! -dijo Ascalante sonriendo-. Conan está durmiendo sin
protección. ¡De prisa! Si nos cogen mientras lo matamos, estamos
perdidos... pero nadie abrazará la causa de un rey muerto.
-¡Sí,
daos prisa! -ordenó Rinaldo cuyos ojos azules centelleaban bajo
el brillo de la espada-. ¡Mi sable está sediento de sangre!
¡Escucho el ruido de los buitres! ¡Adelante!
Avanzaron
rápidamente por el corredor y se detuvieron ante una puerta dorada,
que tenía grabado el símbolo del dragón real de Aquilonia.
-¡Gromel!
-gritó Ascalante-. ¡Tira abajo esta puerta!
El
gigante respiró hondo y se abalanzó sobre la puerta, que chirrió y
se combó ante el impacto. El hombre dio un paso atrás y volvió a
la carga. La puerta se hizo pedazos con ruido de goznes salidos
y de madera destrozada, y cayó hacia adelante.-¡Entrad! -bramó
Ascalante, inflamado de odio.
-¡Adelante!
-gritó Rinaldo-. ¡Muerte al tirano!
Al
entrar, se detuvieron en seco. Conan estaba frente a ellos, despierto
y al acecho, con la armadura puesta y su enorme espada en la
mano, y no desnudo y dormido como ellos esperaban.
Durante
un instante, la escena se congeló -los cuatro nobles rebeldes al
lado de la puerta destrozada, y la horda de salvajes que los seguía-
y todos se quedaron paralizados al ver al gigante de ojos fogosos de
pie, con la espada en la mano, en el centro de la habitación
iluminada por las velas. En aquel momento Ascalante vio sobre
una pequeña mesa que había en el lecho real el cetro de plata
y la pequeña corona dorada de Aquilonia, y sintió que enloquecía
de deseo.
-¡Adelante,
bribones! -gritó el proscrito-. ¡Somos veinte contra uno, y él no
lleva casco!
Era
cierto; no había tenido tiempo de ponerse el pesado casco ni
las placas laterales de la coraza, ni de coger el enorme escudo
de la pared. Pero aun así, Conan estaba mejor protegido que
cualquiera de sus enemigos, salvo Volmana y Gromel, que llevaban
armadura completa.
El
rey los miró, sin saber quiénes eran. No conocía a Ascalante,
y Rinaldo llevaba la cara cubierta con la armadura. Pero no había
tiempo para conjeturas. Dando gritos que se elevaban hasta el techo,
los asesinos entraron en la habitación, con Gromel a la cabeza.
Éste entró embistiendo como un toro, espada en mano para dar la
primera estocada. Conan se acercó a él de un salto, blandiendo la
espada con todas sus fuerzas. El enorme sable trazó un arco en el
aire y golpeó el casco del bosonio. La hoja y el casco vibraron, y
Gromel cayó al suelo, muerto. Conan dio un paso atrás, aferrando la
empuñadura rota.
-¡Gromel!
-exclamó al tiempo que escupía, con los ojos centelleando de
asombro, cuando el casco hendido dejó ver la cabeza destrozada.
En
ese momento, el resto del grupo se abalanzó sobre él. La punta de
una daga le rozó las costillas a través de la armadura. El filo de
una espada brilló delante de sus ojos. Apartó al hombre que
empuñaba la daga con la mano izquierda, y le golpeó la sien con la
empuñadura rota. Los sesos del hombre le salpicaron la cara.
-¡Cinco
de vosotros, vigilad la puerta! -gritó Ascalante, que se debatía en
medio de un remolino de acero, pues temía que Conan huyera.
Los
bribones se quedaron inmóviles, mientras su jefe cogía a algunos de
ellos y los empujaba hacia la puerta. En aquel preciso instante,
Conan saltó en dirección a la pared y cogió una espada que
colgaba allí.
Con
la espalda contra la pared, se enfrentó a los hombres y saltó en
medio del círculo formado por éstos. El cimmerio nunca peleaba
a la defensiva; aun en la situación más desventajosa y desesperada,
no permitía que el enemigo tomara la iniciativa. Cualquier otro
hombre hubiera muerto en aquellas circunstancias y, a decir
verdad, Conan no tenía muchas esperanzas de sobrevivir, pero
deseaba con todas sus fuerzas infligir el mayor daño posible antes
de que lo mataran. Su espíritu de bárbaro estaba lleno del
ardor de la batalla, y los cantos de guerra de los antiguos héroes
resonaban en sus oídos.
Cuando
saltó desde la pared, su hacha derribó, hizo que un enemigo cayera
con el brazo cercenado, y de un terrible revés aplastó el cráneo
de otros. Las espadas gemían vengativas a su alrededor, pero la
muerte sólo le rozaba a una distancia de milímetros. El
cimmerio se movía con cegadora velocidad. Parecía un tigre rodeado
de simios, y al saltar, esquivar y atacar ofrecía un blanco en
perpetuo movimiento al tiempo que su hacha tejía un manto de muerte
a su alrededor.
Durante
unos instantes, los asesinos lo rodearon con fiereza, atacando, pero
su mismo número era una desventaja, porque chocaban unos contra
otros; luego retrocedieron. Los dos cadáveres que había en el
suelo daban fe de la furia del rey, si bien Conan sangraba por varias
heridas que tenía en el brazo, el cuello y las piernas.
-¡Bellacos!
-gritó Rinaldo, quitándose el casco emplumado-. ¿Estáis
acobardados? ¿Es que el déspota ha de seguir viviendo? ¡Acabad con
él!
Y
se lanzó hacia adelante, dando estocadas como un loco, pero Conan,
al reconocerlo, le quitó la espada de un hachazo, y lo arrojó al
suelo con un fuerte empujón. El rey recibió una estocada de
Ascalante en el brazo izquierdo, pero éste a duras penas logró
salvar la vida, amenazada por el hacha del cimmerio. Uno de los
bribones se arrojó a los pies de Conan; después de luchar por un
momento con lo que parecía una sólida torre de hierro, levantó la
mirada y vio el hacha, pero fue tarde para eludirla. En el ínterin,
uno de sus compañeros levantó la espada con ambas manos y atravesó
la placa que cubría el hombro izquierdo del rey, hiriéndolo.
En un segundo, la coraza de Conan quedó cubierta de sangre. Volmana,
incitando a los atacantes con su salvaje impaciencia, avanzó con una
expresión asesina en el rostro e intentó hundir su arma en la
cabeza, descubierta de Conan. El rey se agachó rápidamente y
el sable le cortó un mechón de pelo negro. El cimmerio giró sobre
sus talones y atacó. El hacha se clavó a través de la coraza
de acero, y Volmana cayó al suelo con una herida en el costado.
-¡Volmana!
-dijo Conan sin aliento-. Vete a conspirar al infierno...
Inmediatamente
se aprestó a enfrentarse a Rinaldo, que atacaba con salvaje
furia, armado tan sólo con una daga. Conan saltó hacia atrás,
levantando el hacha.
-¡Rinaldo!
-dijo con desesperación-. ¡Atrás! No quiero matarte...
-¡Muere,
tirano! -gritó el enloquecido juglar, abalanzándose sobre el rey.
Conan
demoró el golpe que estaba a punto de descargar hasta que ya
fue tarde. Pero cuando sintió el acero en el costado, atacó con
ciega desesperación.
Rinaldo
cayó al suelo con el cráneo destrozado, y Conan retrocedió
hasta la pared, cubierto con la sangre que manaba de sus heridas.
-¡Ataca
ahora, y mátalo! -gritó Ascalante.
Conan
apoyó la espada contra la pared y levantó el hacha. Estaba de pie,
como la imagen del primitivo indomable -las piernas separadas, la
cabeza echada hacia adelante, una mano apoyada en la pared, la otra
aferrando el hacha, con los enormes músculos en tensión, como
cuerdas de hierro, y el rostro congelado en una furiosa mueca-,
y los ojos le centelleaban a través de la nube de sangre que estaba
velándolos. Los hombres titubearon... aunque fueran salvajes,
criminales y disolutos, pertenecían a la llamada civilización,
y frente a ellos estaba el bárbaro... el hombre que tenía el
hábito de matar. Se acobardaron al verlo... el tigre moribundo aún
podía darles muerte.
Conan
percibió su incertidumbre y sonrió con una mueca feroz.
-¿Quién
ha de morir primero? -musitó con la boca herida y los labios
cubiertos de sangre.
Ascalante
saltó como un lobo con increíble rapidez y se agachó para
eludir la muerte que se le acercaba siseando. Giró frenéticamente
sobre sus talones para esquivarla y rodó por el suelo, mientras
Conan se recuperaba del golpe fallido y atacaba de nuevo. Esta vez el
hacha se hundió varias pulgadas en el suelo, cerca de las piernas de
Ascalante.
Otro
forajido eligió aquel momento para atacar, seguido por sus
compañeros. Trató de matar a Conan antes de que el cimmerio
pudiera arrancar el hacha del suelo, pero calculó mal. El bárbaro
cogió el hacha manchada de sangre y le asestó un golpe a su
enemigo. Una caricatura de hombre de color carmesí fue arrojada
hacia atrás entre las piernas de los atacantes.
Entonces,
un grito terrible surgió de labios de los bribones que estaban en la
puerta, pues habían visto una negra sombra deforme sobre la pared.
Ascalante se dio media vuelta al oír el grito, y aullando y
blasfemando como perros, salieron corriendo por el pasillo.
Ascalante
no miró en dirección a la puerta; sólo tenía ojos para el rey
herido. Suponía que el ruido de la batalla habría despertado a
la gente del palacio, y que los guardias leales estarían a punto de
prenderlo, aunque le resultaba extraño que sus bribones
gritaran de aquella manera al huir. Conan no miró hacia la puerta,
porque estaba contemplando al proscrito que tenía los ojos ardientes
del lobo moribundo. Ni siquiera en aquel momento abandonó a
Ascalante su cínica filosofía.
-Todo
parece estar perdido, especialmente el honor -murmuró-. Sin
embargo, el rey se está muriendo de pie... y...
No
se sabe qué otros pensamientos le pasaron por la cabeza, porque en
mitad de la frase se acercó a Conan, en el preciso instante en
que el cimmerio se limpiaba con una mano la sangre que le cubría la
cara.
Pero
en el momento en que atacó, hubo un extraño movimiento en el
aire, y sintió una cosa terriblemente pesada entre los hombros. Cayó
al suelo, y unos enormes colmillos se hundieron dolorosamente en
su carne. Retorciéndose con desesperación, volvió la cabeza y
vio el rostro de la Pesadilla y de la locura. Encima de él
había una enorme cosa negra, que él sabía que no había nacido en
un mundo humano. Tenía los negros colmillos de la cosa cerca de su
garganta, y la mirada de sus ojos amarillos le quemó las
extremidades como un viento mortífero quema la mies en el
campo.
Su
rostro abominable trascendía la mera animalidad. Podía tratarse del
rostro de una momia antigua y maligna, animada con demoníaca vida.
En aquellos rasgos repelentes, los ojos desorbitados del proscrito
creían ver una especie de sombra en medio de la locura que lo
rodeaba, una cierta similitud terrible con el esclavo Thoth-Amon.
Entonces, la filosofía cínica y autosuficiente de Ascalante lo
abandonó, y murió con un grito aterrador antes de que los
babeantes colmillos lo tocaran. Conan, limpiándose la sangre que le
cubría la cara, miraba atónito. Al principio pensó que lo que
había sobre el cuerpo retorcido de Ascalante era un enorme
sabueso negro, pero luego se dio cuenta de que no se trataba de un
perro sino de un mono.
Con
un aullido que parecía el eco del grito de agonía de Ascalante, se
alejó de la pared y se enfrentó a la cosa con un golpe de hacha en
el que se había concentrado toda la fuerza desesperada de sus
electrizados nervios. El arma que había arrojado brilló desde el
cráneo que habría tenido que destrozar, y el rey fue arrojado a
través de la habitación por el impacto del gigantesco cuerpo.
Las
mandíbulas babeantes se cerraron sobre el brazo con el que Conan se
protegía la garganta, pero el monstruo no hizo ningún esfuerzo
por matarlo. Lanzó una mirada demoníaca por encima de su brazo destrozado y la clavó en los ojos de Conan, en los que comenzaban a
reflejarse el horror que se expresaba en los ojos muertos de
Ascalante. Conan sintió que el alma le ardía y comenzaba a salirse
de su cuerpo para hundirse en los abismos . amarillos del horror
cósmico que brillaban con fantasmagórico resplandor en el caos
informe que crecía a su alrededor. Aquellos ojos crecían y
crecían, y Conan vislumbró en ellos la realidad de todos los
horrores abismales y blasfemos que acechan en la oscuridad exterior
del vacío informe, y de los negros abismos siderales. Abrió su boca
manchada de sangre para gritar su odio y su repugnancia, mas de los
labios sólo le surgió un chasquido.
Pero
el horror que había paralizado y destruido a Ascalante inflamó al
cimmerio con una terrible furia similar a la locura. Con un impulso
volcánico de todo su cuerpo, saltó hacia atrás, indiferente al
dolor que sentía en el brazo destrozado, arrastrando al
monstruo. Y su mano fue a dar con algo que su aturdido cerebro
reconoció como la empuñadura de su espada rota. La aferró
instintivamente y la empuñó con todas sus fuerzas, como si se
hubiera tratado de una daga. La hoja rota se hundió profundamente,
y el brazo de Conan quedó libre cuando la repelente boca se
abrió en un último suspiro de agonía. El rey fue arrojado a un
lado, y, apoyándose en una mano, vio las terribles convulsiones del
monstruo, de cuyas heridas brotaba sangre espesa. Y mientras
todavía le observaba, sus movimientos cesaron y se quedó tendido en
el suelo, sacudiéndose con espasmos, al tiempo que miraba hacia
arriba con sus ojos muertos. Conan parpadeó y se limpió la sangre
de la cara. Le parecía que la cosa se derretía y se desintegraba,
convirtiéndose en una masa viscosa e informe.
Entonces
llegó a sus oídos una confusión de voces, y la habitación se
llenó de gente del palacio -caballeros, nobles, damas, hombres
de armas, consejeros- que balbucían, gritaban y chocaban unos con
otros. Allí estaban los Dragones Negros, enloquecidos de ira,
maldiciendo, con las manos en las empuñaduras y juramentos en
los labios. No se veía al joven oficial de la guardia por ningún
lado, a pesar de que lo buscaron afanosamente.
-¡Gromel!
¡Volmana! ¡Rinaldo! -exclamaba Publius, el consejero jefe,
metiendo sus manos regordetas entre los cadáveres-. ¡Negra
traición! ¡Alguien ha de pagar por esto! Llamad a los guardias.
-¡La
guardia está aquí, viejo estúpido! -dijo imperiosamente
Palántides, el comandante de los Dragones Negros, olvidando el rango
de Publius en aquel tenso momento-. Será mejor que dejes de
chillar y nos ayudes a vendar las heridas del rey. Da la impresión
de que va a morir desangrado.
-¡Sí,
sí! -gritó Publius, que era un hombre de ideas más que de acción-.
Debemos vendarle las heridas. ¡Manda a buscar a todos los
médicos de la corte! ¡Oh, mi señor, qué vergüenza para la
ciudad! ¿Estás completamente muerto?
-¡Cerdo!
-dijo el rey desde el lecho en el que lo habían colocado.
Le
acercaron una copa a los labios manchados de sangre y bebió como un
hombre medio muerto de sed.
-¡Bien!
-dijo con un gruñido-. Matar reseca la garganta. Los hombres
consiguieron detener la hemorragia, y la vitalidad innata del
bárbaro se puso de manifiesto una vez más.
-Curad
primero las heridas del costado -dijo a los médicos de la corte-.
Rinaldo me escribió una canción de muerte allí, y la pluma estaba
muy afilada.
-Deberíamos
haberlo ahorcado hace tiempo -farfulló Publius-. No se puede
esperar nada bueno de los poetas... ¿quién es éste?
Tocó
con nerviosismo el cadáver de Ascalante con el pie.
-¡Por
Mitra! -exclamó el comandante-. ¡Es Ascalante, el conde de
Thune! ¿Qué diablos lo trajo aquí desde el desierto?
-Pero
¿por qué tiene esa expresión en el rostro? -preguntó Publius con
un susurro, alejándose, con los ojos desorbitados y erizado el
cabello.
Los
demás permanecieron en silencio mientras contemplaban al
proscrito muerto.
-Si
hubieras visto lo que él y yo vimos -gruñó el rey, incorporándose
a pesar de las protestas de los médicos-, no te sorprenderías.
Lo verás con tus propios ojos si miras...
Se
interrumpió en mitad de la frase, boquiabierto, señalando con un
dedo el vacío. En el lugar en el que había estado el monstruo
muerto, no se veía más que el suelo de mármol.
-¡Por
Crom! -juró-. ¡La cosa se ha hundido con la materia hedionda de la
que surgió!
-El
rey está delirando -susurró un noble. Conan lo oyó y profirió un
juramento bárbaro.
-¡Por
Badb, por Morrigan, por Macha y por Nemain! -dijo furioso-. ¡Estoy
cuerdo! Era como una mezcla de momia estigia y mandril. Entró por la
puerta, y los bribones de Ascalante huyeron al verlo. Mató a
Ascalante, que estaba a punto de atravesarme con la espada.
Entonces vino hacia mí y lo maté... no sé cómo, porque mi hacha
rebotó como si se hubiera tratado de una roca. Pero creo que el
Sabio Epemitreus tuvo algo que ver con esto...
-¡Escucha
cómo pronuncia el nombre de Epemitreus, muerto hace mil
quinientos años! -se decían unos a otros en voz baja.
-¡Por
Ymir! -exclamó el rey con voz tronante-. ¡Esta noche hablé con
Epemitreus! Me llamó en sueños, y yo avancé por un corredor de
piedra negra en el que había tallas de antiguos dioses, en
dirección a una escalera también de piedra, en cuyos peldaños
había figuras de Set, hasta que llegué a una cripta en la que había
una tumba con un fénix tallado...
-¡En
nombre de Mitra, mi señor! ¡Calla! -dijo el sumo sacerdote de
Mitra, con el rostro ceniciento.
Conan
sacudió la cabeza como un león agita la melena, y habló como
un gruñido de bestia salvaje.
-¿Acaso
soy un esclavo, para callarme porque tú me lo ordenes?
-¡No,
no, mi señor! -repuso el sumo sacerdote temblando, pero no de miedo,
ante la cólera del rey-. No tenía intenciones de ofenderte. Luego
se acercó a Conan y le dijo algo al oído.
-Mi
señor, esta cuestión está más allá de la comprensión humana.
Sólo un pequeño grupo de sacerdotes conoce el secreto del corredor
de piedra negra que manos desconocidas esculpieron en el negro
corazón del monte Golamira, o acerca de la tumba protegida por el
fénix en la que fue enterrado Epemitreus hace mil quinientos
años. Y desde entonces ningún ser humano ha entrado allí, porque
los elegidos, después de colocar al Sabio en la cripta, cerraron la
entrada del corredor de modo que nadie pudiera encontrarla, y hoy en
día ni siquiera los sumos sacerdotes saben dónde está. El
pequeño grupo de acólitos de Mitra conoce sólo de oídas, por boca
de los sumos sacerdotes, el lugar del reposo eterno de
Epemitreus en el negro corazón de Golamira, y guardan
celosamente el secreto. Éste es uno de los Misterios en los que se
basa el culto de Mitra.
-No
sé por medio de qué artes mágicas Epemitreus me llevó hasta él
-repuso Conan-. Pero yo he hablado con él, y me hizo una marca en la
espada. No sé por qué esa señal resultó mortífera para los
demonios, ni qué magia había en ella, pero aunque la espada se
rompió al golpear el casco de Gromel, el fragmento que quedó
fue lo bastante largo como para matar al monstruo.
-Déjame
ver tu espada -susurró el sumo sacerdote con la garganta seca.
Conan
le enseñó la espada rota, y el sumo sacerdote lanzó un grito y se
puso de rodillas.
-¡Mitra
nos proteja contra el poder de las tinieblas! -dijo jadeando-.
¡En la espada está grabado el emblema del fénix inmortal que
se cierne eternamente sobre su tumba! ¡Es el signo secreto que sólo
él puede hacer! ¡Rápido, una vela! ¡Mirad otra vez en el lugar
donde el rey dice que murió el demonio!
Éste
había yacido a la sombra de un biombo roto. Arrojaron el biombo a un
lado y alumbraron el suelo con la luz de la vela. En la habitación
reinaba un silencio estremecedor mientras buscaban la señal.
Poco después algunos caían de rodillas al suelo invocando a Mitra,
y otros huían gritando de la habitación.
Allí
en el suelo, en el lugar donde había muerto el monstruo, yacía una
sombra tangible, una enorme mancha oscura que no se podía borrar; la
cosa había dejado su contorno claramente marcado con su sangre, y
aquel contorno no se parecía al de ningún ser conocido en el mundo.
Estaba allí, terrible y siniestro, como la sombra de uno de los
dioses-mono que se agazapan en los sombríos altares de los oscuros
templos de Estigia.
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