TODO EL ASUNTO
Conan - Kull - Cthulhu Mythos
miércoles, 26 de agosto de 2015
RELATO: "La luna roja de Zembabwei", L. Sprague de Camp y Lin Carter
La luna roja de Zembabwei
L. Sprague de Camp y Lin Carter
1. El infierno verde
El
conde Trocero de Poitain se asió del arzón al tiempo
que su caballo, un corcel estigio pequeño pero
fornido, resbalaba en el lodo de tal manera que casi
le hizo perder los estribos. Dio un tirón a las riendas,
haciendo que el caballo alzara la cabeza mientras intentaba
espantar una nube de feroces mosquitos que
zumbaban delante de su rostro. Masculló una imprecación.
Detrás de él, Palántides, comandante de las
huestes de Aquilonia, profirió un juramento cuando
su caballo resbaló en el mismo lodazal.
Trocero
echó una mirada de reojo al cielo, encapotado
de nubes muy bajas. Parecían rozar la punta de las hierbas, gruesas
como cañas, que rodeaban a los
jinetes y alcanzaban con su altura la cabeza de éstos. Las patas de
los caballos chapoteaban en el agua poco profunda que cubría todo el
campo. La estación lluviosa
había llegado a las llanuras de Zembabwei, y había
convertido la región en una ciénaga brumosa y maloliente.
Las
lluvias cesarían quince días más tarde, y las aguas
que se filtraban perezosamente en la tierra desaparecerían.
El suelo se convertiría en una especie de
arcilla reseca. La verde hierba se tornaría amarilla, se secaría y
al final la barrería el fuego. Pero todo ello era
cosa del futuro.
— Parece
que va a llover —gruñó Trocero, dirigiéndose
a Palántides.
El
general miró torvamente hacia arriba. —¡Por las babosas escamas
de Set —rezongó—, cuéntame
alguna novedad, conde! Ha llovido diariamente durante
los últimos diez días, y ya he renunciado a tratar
de quitar la herrumbre de nuestros arneses. ¿Durante
cuánto tiempo más nos mantendrá el rey a este
paso?
Trocero se encogió de hombros e hizo una mueca. —
¡Ya conoces
a Conan! Seguiremos hasta que todo esté tan oscuro que ni siquiera
un búho pueda ver su camino.
— ¡Cuidado
con la serpiente! —exclamó, al tiempo que
su caballo daba un respingo.
Palántides
tiró de las bridas mientras una moteada víbora
gris de las marismas, gruesa como el muslo de un
hombre, se deslizaba por entre los tallos de las hierbas,
y desaparecía.
— Ya
estoy harto de estos malditos pantanos —bufó el
general—. ¡Que me destripen en los altares de Derketo,
desearía que ese druida viejo y borracho estuviera
todavía con nosotros! Tal vez podría llevarnos mágicamente
por los aires hasta la Antigua Zembabwei.
Cualquier cosa sería mejor que luchar a pie por este
cenagal. La mitad de nuestros caballos y camellos
están muertos o enfermos, y muchos de los soldados
caen víctimas de la fiebre de las marismas... Cómo
demonios pretende que lleguemos a la Ciudad Prohibida
en forma para pelear, es algo que no puedo
entender...
Trocero
se encogió de hombros. Durante más de un
mes, el rey Conan había llevado a las huestes aquilonias
adelante sin cesar, siguiendo el curso del río Styx
hacia sus desconocidas fuentes. Habían marchado
pesadamente a lo largo de las fronteras de Estigia oriental,
donde la estrecha franja de vegetación que se
veía a lo largo del río estaba flanqueada por las doradas arenas
de los desiertos orientales. Luego, el río torcía
hacia el sur. Habían atravesado una árida tierra de
nadie, donde había escasas señales de vida humana,
salvo los clanes nómadas de los shemitas del este, los
zuagires, con sus camellos y ovejas.
El
ejército de Aquilonia había cruzado las fronteras de
Estigia, y se había abierto camino entre los reinos de Keshán
y Punt. El desierto desaparecía para dar paso a praderas ondulantes
cubiertas de hierba, donde había
zonas de gran vegetación en los valles y a lo largo de
las corrientes de agua. Durante varios días habían bordeado
la región meridional de Punt, donde el Styx
se ensanchaba para formar marismas anchas y tranquilas.
Se acercaban ya a las fronteras de la misteriosa
Zembabwei.
En
muchas ocasiones, Trocero deseó que Diviátix, el
Druida Blanco, hubiera seguido cabalgando con sus
huestes. El conde de Poitain, que era una persona muy
civilizada, tenía poca fe en la magia. Pero allí, en la
guarida de demonios que eran los inmensos arenales de Estigia, el
viejo druida borracho había demostrado su valía en la batalla
contra los mágicos guerreros de Thoth-Amon. Él solo los había
salvado de ser cogidos
en una trampa por los brujos del Anillo Negro.
Y como el Anillo había sido aplastado ya, y el propio
Thoth-Amon había huido muy lejos hacia el
sureste, donde la selva circundaba Zembabwei, el conde
había tenido la esperanza de que Conan volviera
a Tarantia, la ciudad de las torres.
¡Pero
no! Conan estaba resuelto a terminar con el viejo
brujo estigio y a eliminar de una vez por todas la
fuerza sobrenatural que amenazaba a su trono. Con
la ayuda del milenario talismán llamado Corazón de
Ahrimán, el Druida Blanco los había ayudado en Nebthu.
Pero Trocero sabía por qué Conan había permitido
a Diviátix retornar al Oeste.
Dekanawatha,
el gran rey y señor de la guerra de los
salvajes pictos, había muerto en una batalla. Su sucesor,
Sagoyaga, parecía lleno de sanguinarias ambiciones.
Planeaba formar una liga con todas las tribus
pictas, así como con sus vecinos, los ligures, a fin de invadir las
provincias aquilonias más occidentales. Sólo
el Druida Blanco tenía suficiente influencia sobre
el jefe picto para disuadirlo de lanzar su ataque mientras el rey de
Aquilonia se hallaba ocupado en otro
lugar.
Por
ello, Diviátix se había separado de las huestes aquilonias
cuando estas se detuvieron, a fin de reagruparse
a lo largo de las fronteras septentrionales de Estigia. Allí debían
prepararse para atacar de forma fulminante,
con Conan al frente, las praderas y selvas del lejano sur. El Corazón
de Ahrimán había partido con
él, dado que tenía que ser devuelto, para su custodia, al
gran Mitraeum, en Tarantia.
Antes
de dejar el ejército aquilonio, el druida había
utilizado sus poderes sobrenaturales de adivinación
para detectar el refugio hacia el que había huido Thoth-Amon.
Los aliados septentrionales de los estigios,
la Mano Blanca de Hiperbórea, habían sido aplastados
por los aquilonios en Pohiola el año anterior. Sus
confederados en el lejano oriente, el Círculo Escarlata,
quedaron desorganizados tras la muerte de su señor,
Pra-Eun, el rey-dios del legendario Angkhor.
Por
lo tanto, a Thoth-Amon no le quedaba ningún otro
refugio salvo la ciudad prohibida de Zembabwei.
En ella, su último aliado, Nenaunir, sumo sacerdote
brujo de Damballah, gobernaba desde su trono de
calaveras a tres millones de negros bárbaros. En
consecuencia,
después del desastre en las ruinas de Nebthu,
Thoth-Amon había huido hacia Zembabwei. Hacia
allí se encaminaba Conan, ferozmente decidido a
perseguirle.
2. El alado terror negro
Cumpliendo
la predicción de Trocero, el rey de Aquilonia
siguió avanzando hasta que la oscuridad hizo imposible
seguir adelante. La rápida caída de la noche tropical los
sorprendió abriéndose camino a través de las monstruosas hierbas
que cubrían la inacabable
llanura. Afortunadamente, una colina cercana les había permitido
acampar lejos de las extensas y poco
profundas capas de agua, y por esa razón el ejército
ya estaba instalado en dicha loma.
A
través de la oscuridad, brillaban las hogueras en las
que se estaban guisando los alimentos. Los cansados
soldados aquilonios maldecían y gruñían, mientras
mataban insectos, atendían a sus cabalgaduras llenas
de suciedad e intentaban secarse las botas, que ya comenzaban a
pudrirse. Los centinelas hacían la ronda
a lo largo de las márgenes de la marisma, intercambiando
breves contraseñas. Tendidos en el suelo, los soldados
limpiaban cansadamente sus armas y arneses,
para impedir que hiciera mella en ellos la herrumbre.
En
lo alto de una loma se alzaba la negra tienda del rey,
y frente a ésta, en medio del aire inmóvil y húmedo,
colgaba el estandarte real.
En
el interior de la tienda se encontraba Conan, desnudo
hasta la cintura, frotándose el poderoso torso a
fin de quitarse el lodo y el sudor con agua caliente que
iba tomando de una escudilla de bronce. Una leve
capa de humedad brillaba sobre sus poderosos músculos.
Si
bien el soberano de Aquilonia se hallaba más cerca
de los sesenta que de los cincuenta, su edad y la
civilizada vida de la corte y del castillo apenas habían
menguado su fornido cuerpo. Con el correr de los
años, su espesa melena de gruesos cabellos negros y
los poblados bigotes que sobresalían del labio superior
como cuernos de toro se habían entreverado de
hilos de plata. Sus marcadas facciones, así como el cuello,
se habían afinado, y la piel, llena de cicatrices que
recordaban múltiples peleas y batallas, estaba curtida
y mostraba ocasionalmente alguna arruga. Pero los
poderosos músculos de los brazos, los hombros y el
tronco se mantenían firmes, y en su musculoso vientre
no se veía ni un gramo de grasa. Se secó con las
toallas mientras sus pajes preparaban, sobre una mesa plegable, una
cena para él y para su hijo, compuesta
de carne asada y pan basto. La
provisión de agua y de cerveza del ejército se había
agotado, de manera que las tropas —también el rey—
se veían obligadas a apagar la sed con agua de las
marismas. Conan insistió en hacer hervir el agua que
iba a ser bebida. El anciano filósofo Alcemides le había
enseñado que el agua hervida acarrea menos enfermedades.
Conan, después de ensayar el sistema, lo
había aprobado, y había ordenado que fuera adoptado
por el ejército aun cuando provocara las burlas de
sus caballeros, cuyo expresivo gesto de golpearse suavemente
la sien con un dedo indicaba que consideraban
aquello como cosa de locos.
Conan
se echó una holgada capa sobre los hombros,
despachó a los pajes y se dispuso a devorar su sencilla
comida. Los días agotadores que había pasado
surcando las selvas y chapoteando a través de las interminables
e inundadas praderas llenas de juncos forzosamente le afectaban, aun
cuando su fatiga era inferior
a la de cualquiera de los hombres que tenía bajo
su mando. Pero pese a estar físicamente cansado,
la urgencia de terminar de una vez con su viejo adversario
generaba en él un impulso incontenible. Por
otra parte, las décadas durante las cuales había errado
a través de numerosos reinos, fanfarroneando y sosteniendo
pendencias como vagabundo, ladrón, pirata
y soldado mercenario, habían dejado en aquel bárbaro del norte una
sed de aventuras y batallas que la
paz de los últimos años no había conseguido atenuar. Por ello, aun
cuando la sombra del cansancio cayera
sobre él, seguía gozando de aquella incursión por
comarcas que jamás había visto; tanto más cuanto que la jornada
parecía bastante próxima a terminar mediante
la confrontación final con su enemigo de toda
la vida.
La
cortina de la tienda se abrió para dar entrada a un
muchacho.
Conan
gruñó, y con un gesto indicó al joven que se
sentara frente a él.
— ¿Las
cabalgaduras? —preguntó secamente.
— He
estado cuidándolas, padre, pero tu camello trató de morderme.
— Debes
aprender a manejar a las bestias.
El
príncipe Conn suspiró.
— Echo
de menos a tu negro Ymir.
— Lo
mismo me ocurre a mí. Cuando regresemos a casa
haré que los kothios y los ofireos me lo devuelvan, aunque
tenga que poner sus reinos patas arriba.
Los
corceles aquilonios se habían perdido en Nebthu
cuando los contingentes kothios y ofireos desertaron,
llevándose las cabalgaduras aquilonias. Los hombres
de Conan se habían visto obligados a utilizar los caballos y los
camellos capturados a los estigios después
de la derrota que infligió a éstos la Esfinge Negra de
Nebthu, a los que sumaron algunos jumentos adicionales
comprados a los zuagires. Conan
sonrió satisfecho al ver que el muchacho hincaba
en la carne sus fuertes y blancos dientes. Padre e hijo mostraban
claramente que eran del mismo linaje.
El muchacho tenía la espesa melena de lacios cabellos negros, las
cejas ceñudas, los fieros ojos de color
azul volcánico y las fuertes mandíbulas de su robusto
progenitor. Con sólo doce o trece años, Conn era
ya mucho más alto que la mayoría de los aquilonios
de su misma edad. Sin embargo, aún no había alcanzado la
estatura de su padre.
Cuando,
en su primera campaña, Conan salió de sus
dominios con el ejército aquilonio, en dirección al
interior de Zingara, y de allí llegó a Shem, dejó a su hijo
en Tarantia, junto con su familia. Dado que la guerra comprendía una
lucha contra los brujos del Anillo
Negro, Conan necesitó con urgencia la ayuda del
Corazón de Ahrimán, que se conservaba bajo custodia
en una cripta que había debajo del templo de Mitra.
En consecuencia, se despacharon veloces mensajeros
a Tarantia a fin de que trajesen el gran talismán,
y con él al heredero de Conan, el príncipe Conn. Desde
entonces, Conan retuvo al muchacho junto a
él, a pesar de las advertencias de sus más sabios consejeros,
quienes argumentaban que la continuidad
de la dinastía no debía correr peligro. Conan opinaba
que nada se ganaría mimando y protegiendo al futuro
rey de Aquilonia, con el peligro adicional de convertirlo en un
alfeñique.
Creía
firmemente que era necesario mentalizar al futuro rey para que se
sintiera atraído por las batallas antes de que las pesadas
responsabilidades de la corona
le hurtaran el despreocupado placer de matar hombres.
Para el futuro rey de Aquilonia, era mejor aprender
el arte de la guerra en el propio campo de batalla,
y no en polvorientos libros o a través de las enseñanzas de los
eruditos historiadores.
Terminada
la cena, ambos cimmerios se dispusieron
a descansar, no sin que antes Conan diese una vuelta
por el campamento, pues dormiría mejor si antes se
aseguraba de que todo estuviera en orden. No se preocupó
por vestirse; simplemente se quitó la capa, y
se cubrió el torso semidesnudo con una cota de malla
recientemente aceitada. Se ciñó un tahalí de cuero y se calzó las
botas que habían sido limpiadas y lustradas
poco antes por sus pajes. Al tiempo que alzaba la
cortina de la tienda y, seguido por Conn, salía hacia
el campamento en la semioscuridad, se produjo un
repentino tumulto.
Se
oyó el sonido de trompetas, relinchos de caballos
y ruido sordo de pies que corrían. Pero, por encima
de todo, se percibía un extraño retumbo que Conan
no podía identificar, pero que le recordaba el estampido de las
velas de un barco al ser hinchadas por un viento borrascoso, sonido
que le era familiar desde sus días de pirata con los filibusteros
barachanos
y los bucaneros zingarios.
Justo
por encima del horizonte semioscurecido por
una densa niebla, se dibujaba la forma pálida de una
luna en cuarto creciente, semejante a una hoz. Las
primeras estrellas hacían su aparición en el cielo,
pero debajo de los astros y girando en círculos para
caer raudamente y herir a los hombres que corrían,
se veía un enjambre de horrorosos seres con alas
negras, que en la naciente oscuridad parecía una horda
de monstruosos murciélagos con ojos llameantes.
3. Desde el amanecer de los tiempos
Cerca
de Conan, que se quedó mudo de asombro durante unos segundos, se
hallaba apostada una fila de
arqueros con los dardos listos. Hacia ellos se abalanzaba un
monstruo negro con el cuerpo del tamaño
de un león, cuello curvo y largo y cabeza de serpiente. Sus
amplias fauces se abrían, mostrando hileras
de colmillos afilados, y sus ojos brillaban cual carbones
infernales.
Las
alas de murciélago de aquel demonio volador ocultaron
el cielo. El monstruo se precipitó, extendiendo
sus garras de ave de rapiña dispuestas a asir a su
presa. Como un solo hombre, los arqueros bosonios
tensaron los arcos y dispararon. Las flechas silbaron
en la noche, y chocaron contra el blanco. Algunas
se hundieron en el ancho y escamoso pecho de
éste, en el que abultaban sus poderosos músculos.
El
monstruo lanzó un chillido ronco y se volvió hacia
un lado. Con el movimiento, resbaló de su lomo una
figura humana que se precipitó a tierra, casi a los pies
de Conan. Se trataba de un negro alto y musculoso,
tocado con un adorno de plumas, que llevaba un
collar hecho de garras, un taparrabo de piel de mono
y una capa de cuero de leopardo echada sobre los hombros. Las puntas
emplumadas de dos flechas bosonias,
clavadas en su tórax, mostraban a las claras la
forma en que había muerto.
— ¡Por
la sangre de Crom, estos seres son mansos!
—bramó
Conan—. ¡Disparad a los jinetes!
Otros
seres con forma de dragón se abatieron sobre
ellos con las garras extendidas, llevando sobre el lomo
jinetes negros y emplumados; algunos de ellos arrojaban jabalinas
contra los aquilonios. Un caballo, destripado
por el zarpazo de un monstruo, gemía con los
estertores de la muerte, mientras que un dragón cubierto
de saetas se alejaba del campo aleteando pesadamente
y perdiendo altura. Palántides
iba dando órdenes; los arqueros se alinearon
en formación, en tanto que otros hombres corrían para calmar a los
aterrados caballos y camellos.
Conan
miró al cielo. Había oído hablar en sus viajes
de aquellos monstruosos reptiles alados. Desde el
comienzo de
los tiempos se habían contado oscuras leyendas
acerca de la era de los reptiles que había precedido
en mucho al momento en que el hombre, dotado
de espíritu, se elevó entre las bestias. Mitos más antiguos
y tablillas de ciudades que habían muerto en tiempos ya remotos, se
referían a tales monstruosidades,
sobrevivientes de épocas sumidas en el olvido: los
llamaban dragones alados.
Otro
dragón de negras alas se precipitó sobre ellos con
sus mortales garras ampliamente abiertas. Conan profirió
su terrible grito de guerra cimmerio. Cogió a Conn por los hombros
y, con un repentino empujón, lo
tendió sobre el suelo. Luego, aferrando con ambas manos
la empuñadura de su larga espada, la blandió de
tal forma que la hoja se hundió en el cuello del monstruo
y casi lo seccionó. A la luz de la luna, la sangre
que brotó parecía negra. Un rancio hedor a reptil saturó
el aire.
El
dragón agitó sus grandes alas, y con uno de sus aletazos
arrojó a Conan al suelo. El reptil volador, tambaleándose,
vacilante por el campo, cayó finalmente
sobre una de las hogueras, de la que saltó una lluvia
de carbones encendidos. El jinete que cabalgaba en
su lomo saltó en el momento del impacto, pero murió
bajo los golpes de cientos de armas esgrimidas por
los vengativos aquilonios.
Poniéndose
en pie de un salto, Conan observó la caída
del dragón alado y la muerte de su jinete. Entrecerró
los ojos. ¡De manera que aquél era el origen de
la leyenda de los hombres voladores de Zembabwei! Algunos viajeros
aterrados habían hablado de horrores
monstruosos, provenientes de antiguas brujerías. Hablaban de torres
sin techos, puertas ni ventanas.
De allí había nacido la creencia de que los hombres
de la ciudad prohibida tenían alas como los pájaros.
No
obstante, la verdad era igualmente horrorosa. Los
hombres de Zembabwei criaban y entrenaban a estos
supervivientes de tiempos olvidados empleándolos
como monturas. Conan ignoraba por medio de qué arte los guerreros
negros llevaban a cabo tal maravilla, pero sí sabía que ello los
hacía prácticamente invencibles. ¿Cómo habría podido un ejército
de tierra,
normal, combatir contra monstruos alados que asaltaban
desde el cielo?
De
lo alto de la bóveda nocturna, los monstruos alados
se abatían sobre hombres o bestias para descuartizarlos
y volaban hacia arriba antes de que otros pudiesen acudir en auxilio
de los primeros. La oscuridad
conspiraba contra la habilidad de los arqueros bosonios.
Al ponerse la luna, ya no pudieron ver lo suficiente como para dar en
el blanco, en tanto que los
dragones no apareciesen repentinamente cerca de
la rojiza luz de las fogatas.
Mascullando
un juramento contra su primitivo dios cimmerio,
el rey de Aquilonia reagrupó a sus hombres
para luchar contra aquellas fuerzas de la oscuridad.
Mientras
impartía órdenes, un aleteo a sus espaldas y
una ráfaga de aire lo pusieron en guardia contra otro
ataque. Pero antes de que pudiera volverse, recibió
un tremendo golpe en la espalda: las garras extendidas del dragón
alado se cerraron sobre él y lo elevaron
por el aire, alejándolo del suelo.
Cuando
Conan volvió en sí, sintió que el viento lo golpeaba y se dio
cuenta, lanzando una maldición, de que
la fuerza del impacto había hecho caer la espada de
sus manos. Buscó desesperadamente el largo puñal que
siempre llevaba en la cintura, pero no encontró nada.
Por desgracia, en su premura por controlar la seguridad del
campamento antes de acostarse, había olvidado
ceñirse el ancho cinturón de cuero de donde colgaba
la daga... ¡que en aquel momento debía de reposar
sobre una silla plegable de su tienda!
Luego,
mientras el suelo oscuro se alejaba bajo sus pies,
se percató que ni siquiera el puñal le hubiera servido
de nada. Aunque hubiera sido capaz de herir mortalmente
a la bestia —pese a estar atenazado por sus
garras—, ésta volaba por los aires a más de veinte yardas
de la tierra. Si abatía al dragón, la caída desde semejante
altura le hubiera causado la muerte. Agradeció a Crom que por lo
menos llevara puesta la cota de
malla, pues ésta le protegía el pellejo de las enormes garras
del animal.
Percibió
la ronca voz de mando de Amric, que se elevó
desde el campamento.
— ¡Arqueros,
no arrojéis más flechas!
Al
oír un grito a sus espaldas, Conan estiró el cuello
para ver qué sucedía. Lo que vio le hizo proferir un
nuevo juramento. Un segundo dragón volaba tras el
primero. De sus garras colgaba algo parecido a un muñeco:
se trataba del cuerpo del príncipe Conn.
— ¡El
rey! —gimieron desesperadamente en tierra muchas gargantas.
Mientras
el suelo se iba alejando y se perdía en la bruma
y en la oscuridad, el segundo dragón se puso a
la par de su compañero, y así pudo Conan ver más claramente
a su hijo. Llevaba en la grupa a un guerrero
emplumado y cubierto de pieles, quien con una mano
empuñaba las riendas mientras blandía una jabalina
con la otra.
Cuando
la mirada de Conan se clavó en su hijo, el joven
Conn le hizo gestos desesperados. La oscuridad era
demasiado grande como para que su padre pudiera
verlos, y el estruendo de la corriente de aire, así como
el batir ruidoso de las alas, hubieran ahogado las
palabras. Pero el ademán reconfortante que le hizo
Conan llevaba en sí un mudo mensaje.
Volaron
sin parar. Agobiado por el enorme peso del cimmerio, el dragón alado
que llevaba a Conan parecía hallarse en grandes dificultades para
mantener la altura. Varias veces intentó dejarse caer sobre la
llanura, pero una enérgica orden del jinete, acompañada de
un golpe de lanza, lo hacían elevarse trabajosamente
de nuevo.
Agotado
por tantos esfuerzos, Conan consiguió dormitar
algún tiempo. Ello no requería un valor sobrehumano;
la presión de las garras del reptil, aun cuando
le causara incomodidades, no le producía un dolor
agudo. En circunstancias en las que un hombre con menos temple
hubiera quedado paralizado por el terror,
Conan, por el contrario, se sostenía con una ruda
filosofía fatalista, adquirida durante los años en que
había vagado por el mundo. De acuerdo con sus creencias,
cuando una situación parecía desesperada era
necesario no malgastar fuerzas en vanas preocupaciones. Por el
contrario, se debía confiar el destino a
los dioses y conservar la capacidad física para momentos
más adecuados.
4. Las torres sin techos
El
temprano amanecer tropical que brilló sobre sus
pesados párpados, junto con una alteración en el aleteo
del dragón alado, despertaron a Conan. Éste echó una mirada hacia
tierra.
Cientos
de yardas más abajo, la llanura herbácea había
dado paso a una selva tropical aún velada por la
oscuridad purpúrea de la noche. Sobre el brumoso horizonte, la
aurora iluminaba el cielo cual el esplendor
de una hoguera. Un riachuelo serpenteaba por los
espesos matorrales. En el borde interior de una de las
cerradas curvas del torrente, la vegetación había sido roturada
para dar lugar a campos cultivados. Y en
medio de estos espacios dedicados a la agricultura se
alzaba una fantástica ciudad.
Estaba
construida íntegramente de piedra, y rodeada
de murallas megalíticas. Dentro de sus muros, recortándose
contra el rojizo brillo de la aurora, se alzaba
una serie de extrañas torres cuyas paredes redondeadas
semejaban enormes chimeneas. Al dirigir su
penetrante mirada a las enigmáticas estructuras, Conan
comprobó la veracidad de la leyenda de las torres
sin puertas ni ventanas. Además, las torres no estaban
techadas y en el lugar donde debían estarlo se abría
un negro vacío.
Conan
se estremeció con terror a lo sobrenatural. De
haber tenido una espada en la mano, se habría enfrentado sin
temor a cualquier peligro. Pero lo sobrenatural
y lo mágico hacían que el pecho del gigante cimmerio
se agitara con miedo supersticioso y primitivo.
La herencia de sus salvajes antepasados despertaba
en él ante las heladas ráfagas de lo misterioso y lo
desconocido.
Su
largo peregrinar lo había llevado a lo largo y a lo ancho del mundo
conocido. Desde la nevada Asgard
hasta los negros reinos que había más allá de Kush,
en el sur; desde las salvajes playas de la tierra de los pictos, en
Occidente, hasta el legendario Khitai en el misterioso Oriente; había
tenido peleas, había batallado y pirateado, había dejado una estela
de sangre.
En una ocasión, veinte años antes, había penetrado
por un breve lapso en el reino de Zembabwei.
Permaneció en la capital norteña de los reyes gemelos
sirviendo como guardián de una caravana que se
dirigía al norte. Pero nunca vio la ciudad prohibida,
la Antigua Zembabwei, pues a los extranjeros les estaba
totalmente prohibido entrar en ella.
Conan
había oído muchos comentarios y rumores respecto
a la Ciudad Prohibida, que estaba ubicada en
la selva intransitable del sur. Se decía que allí, bajo el
nombre de Damballah, los hombres veneraban a Set,
la Antigua Serpiente. Los negros altares de Damballah
estaban teñidos de rojo por la sangre de los sacrificios
humanos. Se susurraba que, en la noche de los
sacrificios, la luna misma enrojecía con la sangre de
aquellos cuyas almas eran ofrendadas a la Antigua Serpiente
en medio de dolores y tormentos.
Tras
describir una lenta espiral, el dragón volador descendió
sobre Zembabwei. Ningún hombre del Oeste
podía asegurar la fecha de fundación de aquella
antigua ciudad, pero con toda certeza su origen era
muy remoto, y quizás ya existiera antes de que los hombres
poblaran el planeta. Las leyendas aseguraban
que la primera piedra, empapada de sangre, de la Antigua
Zembabwei, había sido puesta por los misteriosos
hombres-serpiente de Valusia, los hijos de Set y
de Yig, y del negro Han y la barbuda serpiente Byatis,
que dominaron las marismas movedizas y las selvas
pobladas de espesos helechos del mundo anterior
al hombre. Kull, el gran rey-héroe, tenido por fundador
de la raza de Conan, aplastó a los últimos hombres-serpiente
que habían sobrevivido a su época y subsistían todavía en la era
de Atlantis y de Valusia. Pero habían pasado muchos siglos.
A
Conan no le interesaban las leyendas en aquel momento difícil. Sabía
que la misteriosa ciudad era un
reducto de terrores primitivos, y un hediondo pozo de
la más negra brujería. Era una guarida adecuada para Thoth-Amon, el
satánico sacerdote de Estigia, idónea
para que éste se arrastrara allí a lamerse las heridas. «Ésta
ha de ser nuestra última batalla», pensó Conan.
5. El Trono de Calaveras
En
lo alto de la Antigua Zembabwei se alzaba la ciudadela, el corazón
de la ciudad, rodeado por aquellas torres mochas de extrañas formas.
En la cima de la colina, el Palacio Real y el Templo de Damballah se
erguían, frente a frente, en una plaza pavimentada de piedra.
Cuando
los dragones que cargaban a Conan y a Conn descendieron con
atronador aleteo para depositar a sus cautivos en el suelo, la plaza
estaba rodeada por una hueste de musculosos negros, armados con
lanzas de hierro y escudos de piel de rinoceronte. En sus rasuradas
cabezas ostentaban vistosas plumas de avestruz, ibis, flamenco y
otros pájaros. El viento producido por las alas de los dragones
agitaba las plumas como un vendaval, y los negros parpadeaban ante la
polvareda que habían levantado.
Los
reptiles voladores dejaron caer su carga sobre el suelo de piedra
para luego, obedeciendo las órdenes de sus conductores, elevarse una
vez más por los aires. Se posaron en los bordes de dos de las torres
sin puertas, donde otros negros cogieron las riendas y los hicieron
desaparecer. Mientras Conan se ponía de pie y ayudaba a Conn a
levantarse, vio que las misteriosas torres no eran sino los establos
de los escamosos corceles voladores que montaban los hombres de
Zembabwei.
Conan
y el muchacho observaron las filas inmóviles de guerreros negros,
cuyos rostros impasibles parecían máscaras de ébano.
—Volvemos
a encontrarnos, perro de Cimmeria —dijo una voz tranquila y
profunda.
Conan
se volvió para enfrentarse con los negros y llameantes ojos de su
viejo enemigo.
—Por
última vez, chacal de Estigia —contestó rudamente.
Thoth-Amon
se hallaba de pie junto a un gran trono de calaveras humanas, pegadas
entre sí mediante una sustancia negra parecida al alquitrán. El
brujo estigio aún se mantenía alto y vigoroso y conservaba su
prestancia, pero la mirada penetrante de Conan creyó descubrir
signos de envejecimiento en las oscuras facciones de halcón de su
mayor enemigo. Aquel rostro estaba surcado por numerosas y delgadas
arrugas, y denotaba una expresión de cansancio —casi diríase de
agotamiento— debido a su labio caído y débil, antes firme. El
brillo febril de sus ojos negros era diferente al que antes mostrara,
y distaba mucho de su habitual mirada felina y reconcentrada. Su
cuerpo poderoso, cubierto con una túnica de color verde esmeralda,
parecía algo disminuido, encorvado y barrigón.
Conan
se preguntó si los formidables poderes de Thoth-Amon
no habrían llegado a su decadencia. La sobrehumana
vitalidad que durante generaciones había animado al príncipe de los
magos negros parecía apagarse.
Tal vez las oscuras divinidades que él veneraba
le habían retirado su apoyo después del desastre de
Nebthu, cuando el Druida Blanco, con ayuda del Corazón
de Ahrimán, rompió el Anillo Negro. O tal vez
los poderes mágicos que durante tanto tiempo permitieron
a Thoth-Amon, así como a otros grandes magos,
mantener a raya los estragos de la edad, se habían
agotado finalmente y el término de la vida terrena
del brujo llegaba a su fin. En cualquier caso, Thoth-Amon empezaba a
parecer viejo.
— ¿Por
última vez, dijiste? —clamó la voz sonora de Thoth-Amon,
hablando en lengua aquilonia casi sin acento extranjero—. ¡Que así
sea! A partir de este encuentro,
sólo uno quedará con vida, y ése seré yo. No lucharemos
con palabras. Te mataré en el lugar mismo
donde estás, tanto a ti como al cachorro que tienes a
tu lado. Tu desmoralizado ejército será dispersado y destrozado
por las hordas de negros que puedo reunir.
Occidente ha de caer, y Set extenderá nuevamente
su benéfico mandato sobre la Tierra cuando yo ocupe
el trono de Tarantia como emperador. ¡Prepárate para la muerte!
Una
voz interrumpió las palabras de Thoth-Amon.
— Por
los poderes de Damballah, estigio, ¿no recuerdas
quién reina aquí?
Conan
levantó los ojos hacia el Trono de Calaveras,
a cuyo ocupante sólo había podido dedicar una breve mirada. Era
Nenaunir, el rey-brujo de Zembabwei,
el último de los aliados de Thoth-Amon. Nenaunir
era un negro altísimo, cuyo musculoso pecho
brillaba como ébano pulido al reflejarse en él los
rojizos rayos de la aurora. Sus fríos ojos se posaron
sobre ellos como hielo salido de algún gélido infierno.
El
estigio calló, y a Conan le pareció que su oscuro
rostro palidecía visiblemente. Titubeó buscando palabras,
y Conan percibió cierta tensión entre los dos poderosos
príncipes de la magia negra. Con motivo de
la destrucción de la alianza mundial de brujos forjados
por los ardides de Thoth-Amon, que Conan había
roto con su fuerza, debía de haber surgido una rivalidad
por la supremacía en el mando.
El
estigio se acobardó.
— Yo...
sí, por cierto, hermano, tú eres aquí el soberano.
Pero... nuestras mentes comparten la misma idea
imperial. Tú gobernarás en el sur; yo en el oeste. Dividiremos
el mundo, que en adelante se arrastrará ante
el Padre Set...
—¡Ante
mi señor Damballah, cuyo profeta y vicario en
estas llanuras soy yo! —gritó el majestuoso negro—. Recuerda
cuál es tu lugar, estigio. El Dios Reptante te ha
abandonado al fin. Tus días han terminado, y no veo
razón para compartir el imperio del mundo con alguien como tú.
Puede ser que te designe regente o gobernador
de alguna de las provincias que mis ejércitos
van a dominar... si sabes comportarte. ¡Pero anda
con cuidado! Sólo yo he de decretar la muerte de
este demonio blanco.
La
ronca voz de Nenaunir, que hablaba en un dialecto
shemita que hacía las veces de idioma comercial
entre las naciones negras del norte, dejó de oírse. Un
millar de negros rompieron su mutismo dando golpes
con su jabalina sobre la piedra.
En
el silencio que siguió, el rey-brujo de Zembabwei,
dejando de lado la abatida figura de Thoth-Amon, dirigió
su mirada glacial hacia Conan. Éste seguía tranquilo
de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho.
Su joven hijo se mantenía a su lado en actitud valerosa.
— En
cuanto a ti, perro blanco —dijo el rey negro—, has
cometido una evidente equivocación al penetrar en
mis dominios. Nos encontramos en el castillo de Louhi
en Hiperbórea. Salvaste el pellejo porque Louhi vaciló
en hacerte matar, con la esperanza de utilizarte
como arma contra este estigio y apoderarse así del mando
supremo en el mundo de la magia. Mientras ella
tejía su red de engaños, tú te liberaste y la aniquilaste.
También terminaste con el poder de Thoth-Amon
en Estigia. Pero yo no voy a repetir sus errores, porque
nada tengo que temer del estigio y muy poco que
ganar con su amistad. Yo soy aquí el rey, y sólo yo
he de pronunciar tu sentencia. No cuentes con escapar otra vez.
Conan
no dijo nada, pero sus ojos llameantes desafiaron
el fulgor glacial de los de Nenaunir.
— Estaremos
frente a frente por última vez —siguió diciendo el rey con
rudeza— en la noche de la Luna Roja. Cuando la luna adopte ese color,
tu sangre se derramará
sobre los altares del Dios Cambiante, y tu alma
irá a calmar el hambre de Damballah.
— ¿Cuándo
tendrá lugar todo esto? —preguntó Conan
con calma.
Nenaunir
se volvió.
— ¡Rimush!
—llamó con voz enérgica.
— ¿Qué
deseas, Majestad?
De
entre las filas salió un anciano, encorvado y pequeño
shemita, cuyo atavío multicolor de astrólogo estaba
adornado con los símbolos de su arte. El astrólogo se inclinó
profundamente ante el rey.
— ¿Cuándo
llega la noche de la Luna Roja?
— De
acuerdo con mis cálculos, ocurrirá, siempre que
no interfiera alguna divinidad, dentro de doce noches
a partir de la que acaba de transcurrir, señor.
—Ahí
tienes tu respuesta, perro blanco. ¡Y ahora, llevadlos
a los calabozos!
6. Las mazmorras de Zembabwei
Las
mazmorras de Zembabwei eran calabozos excavados en los fundamentos
rocosos de la ciudad antigua.
Un grupo de guerreros negros escoltó a Conan y al muchacho hasta
ellos por estrechos y tortuosos corredores, alumbrados solamente por
las llamas de antorchas
embebidas en aceite. Al observar los curiosos
ángulos y proporciones de los pasadizos, Conan reconoció
que los viejos mitos eran verdad y que, evidentemente,
los misteriosos hombres-serpiente anteriores
a la aparición del hombre habían sido los constructores
de la Antigua Zembabwei, o al menos los
que pusieron los cimientos sobre los cuales la ciudad
había sido levantada. Durante su larga carrera, y en dos ocasiones
anteriores, había visto aquella albañilería
de extraños ángulos: una vez en un castillo en ruinas
en las verdes llanuras de Kush, y años después en la Isla Sin
Nombre, en el inexplorado Océano Occidental,
situada hacia el sur y a gran distancia de las habituales
rutas seguidas por los buques mercantes, las
flotas de guerra y los piratas.
La
celda que Conan y su hijo iban a compartir era estrecha
y húmeda. La humedad se filtraba por las paredes
de piedra negra cubiertas de moho. El suelo estaba
cubierto de paja sucia y enmohecida.
Una
enorme rata huyó por la puerta dando chillidos,
y pasó entre las piernas de los hombres que entraban
en la celda. El aire estaba cargado de olor a podrido.
Después
de arrojarlos dentro de la celda, cerraron tras
ellos una reja de gruesos barrotes de bronce. El jefe
del pelotón de guerreros negros cerró la puerta con
una gran llave, y la escolta se alejó con las suaves pisadas
de pies desnudos.
En
cuanto se hubieron marchado los guerreros, Conan
inspeccionó la jaula donde se hallaban encerrados,
palpando las piedras con los dedos y probando la resistencia de las
barras de bronce que el verdín de
los años había cubierto; ejerció sobre éstas, sin éxito,
la fuerza de sus poderosos músculos. No había ventanas,
y la única luz provenía del débil resplandor de
una antorcha colocada sobre un soporte, en la pared que
correspondía a la última curva del corredor.
El
joven Conn se desplomó en el rincón más seco, tratando
de no mostrar su cansancio y su desesperación.
También lo atormentaban el hambre y la sed; pero,
imitando a su padre, puso una cara impasible y adoptó
una máscara de fiera determinación. El hijo de
Conan, con sus trece años de edad, hubiera permitido
que lo quemaran vivo antes que demostrar temor
delante de su padre.
Habiendo
examinado la celda sin encontrar nada que
le permitiese escapar, Conan hizo una pila con la paja
más seca que halló y, dando un bostezo, se tendió junto a su hijo,
rodeándolo con el brazo para darle
calor y apoyo. Tras
un momento de silencio, Conn preguntó:
— ¿Qué
van a hacer con nosotros, padre?
Conan
se encogió de hombros.
—Sé
lo que ellos piensan
que
van a hacer con nosotros;
pero lo que ocurra puede ser totalmente diferente.
Recuerda que, en este preciso instante, la mitad
del ejército aquilonio viene hacia aquí. No tengo la
menor duda de que Palántides está conduciendo a sus
hombres a través de la selva a un ritmo que agotaría
a otros blancos menos vigorosos. Faltan todavía
unos quince días para que llegue la Noche de la Luna
Roja, y antes de esa fecha podrían ocurrir muchas
cosas.
Conn
susurró:
— Nos
van a sacrificar a Set, ¿no es así?
— Eso
es lo que ellos creen —gruñó Conan—. Pero el futuro no depende
de ellos, ¡malditos sean!, sino de los
dioses, como dirían piadosamente los sacerdotes...
o del impenetrable Destino que, al decir de algunos filósofos,
gobierna tanto a los dioses como a los
mortales. En cuanto a mí...
— ¿Sí,
padre?
— He
dormitado muy poco en las garras de ese dragón
monstruoso, y me vendría bien algún descanso.
Conan
bostezó y estiró sus largas piernas.
Conn
suspiró, y sonrió en la oscuridad. Ni el miedo
ni el abatimiento duraban mucho tiempo en presencia
de su padre, no porque su poderoso progenitor fuera
un optimista, sino porque no se detenía demasiado
a pensar en los peligros que lo acechaban. Por el
contrario, se adaptaba a las circunstancias a medida
que se iban presentando y sacaba de éstas el mejor partido
posible, confiando siempre en que el futuro traería
aparejado algún cambio de fortuna. De todas maneras, Conan ya
roncaba sonoramente.
Conn
apoyó la cabeza en el macizo hombro de su padre, e instantes después
dormía tan profundamente como él.
Un
profundo y sepulcral gemido despertó al gigantesco
cimmerio de su sopor. Instantáneamente se puso en guardia, tal como
lo hace un animal en la selva ante la
proximidad de una bestia de una especie hostil.
Retirando
el brazo con el que estrechaba a su hijo contra sí, Conan se levantó
y se deslizó a través de la celda para escuchar atentamente junto a
los barrotes. Nuevamente oyó el desesperado gemido, seguido de una
dificultosa respiración. La repetición del sonido también
despertó a Conn, que se quedó inmóvil, y trató
de escrutar en la penumbra con sus penetrantes ojos
jóvenes. El muchacho tenía demasiada presencia de
ánimo como para levantar la voz. Por un ángulo de la pesada puerta, Conan podía ver algo del
corredor y de la celda más próxima, situada
al otro lado. Escudriñando las sombras con su mirada,
vio a un gigantesco negro atado a la pared. Estaba
desnudo, y en su cuerpo se veían las marcas de
recientes azotes. El infeliz colgaba, encadenado de la
pared, como si estuviera crucificado.
Al
tiempo que Conan percibía estos detalles, el cuerpo cubierto de
sudor negro se sacudió convulsivamente.
Volvió a gemir, echando la cabeza hacia atrás.
La débil luz de la antorcha del corredor dio en el blanco de sus
ojos. Basándose en su larga experiencia con
hombres muertos o agonizantes, Conan dedujo que
las fuerzas del negro estaban por agotarse.
— ¿Por
qué te han amarrado de esa forma? —preguntó Conan con voz baja
pero penetrante, hablando primero
en lengua shemita comercial, y repitiendo luego
la pregunta en idioma kushita.
— ¿Quién
es el que habla? —inquirió el hombre amarrado,
con voz lenta y cansada.
— Un
compañero de prisión. Soy Conan, rey de Aquilonia,
una nación del norte —replicó Conan, no viendo motivo para
disimular.
—Yo
soy Mbega, rey de Zembabwei —repuso el hombre crucificado.
7. Historia de dos reyes
El
negro estaba muy débil a causa del suplicio sufrido,
pero, con cierta dificultad, Conan pudo finalmente
reconstruir su larga historia plagada de traiciones
y cultos demoníacos.
Según
dijo, los guerreros de Zembabwei pertenecían al clan de Kchaka, una
nación negra del interior a
la que otra tribu más fuerte había echado de sus tierras. La
rama zembabwei de Kchaka huyó hacia el este
hasta llegar a las ruinas de una ciudad desconocida, donde se
establecieron. Las tribus vecinas consideraban
que esas tierras estaban malditas, y evitaban entrar
en el valle del río donde se encontraban las ruinas.
Por tanto, los recién llegados pudieron asentarse
tranquilamente y construir una nueva ciudad sobre
las ruinas de la antigua. La llamaron Zembabwei,
por el nombre de su tribu.
Durante
muchos años, sus únicos enemigos fueron
los dragones alados que volaban sobre la selva y tenían sus
madrigueras en unas cuevas que se hallaban
en una cadena de montañas, más hacia el este. Un
jefe de la tribu consiguió huevos de estas criaturas y
descubrió que, al nacer en cautiverio, los dragones alados
podían ser domesticados y entrenados para servir
como alados corceles. Esta arma poderosa permitió
a los zembabweis extender su dominio sobre las
tribus vecinas y construir el reino de Zembabwei.
El
héroe, llamado Lubemba, tenía un hermoso gemelo
al cual estaba muy unido. Cuando anunció que los
dioses le habían revelado que en adelante los zembabweis
debían ser gobernados por un par de gemelos,
su prestigio aumentó de tal manera que nadie osó protestar.
Por consiguiente, el hermano de Lubemba fue
coronado a su lado.
A
partir de entonces, el país fue gobernado por dos
reyes gemelos. A fin de evitar conflictos respecto a
la sucesión, existía la costumbre de que, cuando uno
de los gemelos moría, el superviviente era ejecutado
o expulsado del país. Al finalizar el reinado de una pareja
de gemelos, los sacerdotes elegían ante el pueblo, por adivinación,
otro par de robustos muchachos gemelos a los que proclamaban monarcas
para el reinado
siguiente.
Todo
marchó bien en la joven nación hasta el advenimiento
del reinado dual de Nenaunir y Mbega. Nenaunir
se hizo adepto de un culto de adoradores del
demonio, una antigua hermandad que se remontaba
a los tiempos de Aquerón, el reino de las tinieblas,
tres mil años antes. El dios-demonio Set, o Damballah,
como lo llamaban los negros, prometió conceder
enorme grandeza a Nenaunir y a Zembabwei si abandonaban a sus dioses
tribales y lo veneraban a él, el Dios Cambiante.
La
conversión del joven rey había dividido a la nación
en dos facciones: una, fiel a Mbega y a sus antiguos
dioses, y la otra, compuesta por adoradores de la
Antigua Serpiente, que tenían por jefe a Nenaunir. Dado que la
mayoría de los jefes y guerreros jóvenes se
había plegado al nuevo culto, se presentaba la posibilidad
de una sangrienta guerra civil entre ambos bandos.
Por no ver el reino descuartizado y ahogado en
sangre, Mbega renunció a sus poderes reales en favor
de su hermano Nenaunir. Hubiera podido vivir pacíficamente
como cualquier otro súbdito de no haber
adoptado Nenaunir la política de apresar y matar a
los integrantes de la facción de Mbega que más se habían
destacado al oponerse tanto a Nenaunir como a
su nuevo dios.
Por
tanto, Mbega y sus seguidores se rebelaron. Pero esta revolución
fracasó por haber contado con poca
gente y porque se organizó demasiado tarde. Las fuerzas
del antiguo rey fueron aplastadas en una emboscada,
y su sagrada persona acabó en el calabozo.
Sin
embargo, su captura significó un problema para Nenaunir.
Este último podría haber matado fácilmente
a Mbega de no haber sido por la ley que dictaminaba
que, cuando uno de los gemelos moría, el otro debía
ser ejecutado o echado del país. A Nenaunir le constaba que su
hermano aún tenía miles de partidarios.
Llegado el caso, éstos se sublevarían a fin de exigir
que la antigua ley fuese acatada, tanto más porque el
apetito insaciable de Damballah por sacrificios humanos
había destruido gran parte de la inicial popularidad de Nenaunir.
La
solución de Nenaunir fue la de ordenar la prisión
perpetua de Mbega, exhibiéndolo ante el pueblo en
ocasión de ceremonias oficiales. Esta actitud desarmó
a la facción de Mbega, cuyo jefe era mantenido
como rehén por su opositor.
Sin
embargo, Nenaunir ejerció una ocasional venganza
sobre su hermano. Es una ocasión en que Mbega
fue sacado para ser exhibido ante el pueblo, Nenaunir
intimó a su hermano a pronunciar una arenga. En
ella debía proclamar su total sumisión a Nenaunir y exigir que sus
seguidores procedieran de igual manera.
En lugar de ello, Mbega había desafiado a su hermano
escupiéndole en la cara. Fue azotado.
Conan
dedujo que por el momento Mbega estaba a
salvo, pues Nenaunir no se sentía lo suficientemente
fuerte en su Trono de Calaveras como para correr el
riesgo de quebrantar la antigua ley del reinado doble. Pero no podía
arriesgarse a dejar ciego o mutilar a
Mbega, pues hubiera sido imposible ocultar el hecho
al pueblo cuando el cautivo fuese expuesto de nuevo.
A
medida que el negro crucificado iba relatando su
funesta historia, parecía hacerse más fuerte, y oleadas de furia
hacían revivir su mermada vitalidad. Conan
vio que el hombre era un espécimen espléndido
de salvaje hombría, con musculatura de gladiador.
Aquella
constitución de hierro podía sufrir terribles castigos
y sobrevivir, mientras que cualquier hombre
criado en una ciudad más civilizada hubiera muerto
ya.
— ¿Tienes
todavía muchos seguidores fuertes y unidos?
—preguntó el cimmerio.
El
rey negro asintió.
— Muchos
son los que aún están a mi servicio bajo juramento,
y hay numerosos hombres de Nenaunir que
se han vuelto contra él. Sus crueldades, su desprecio
por las antiguas leyes y las matanzas que hace entre
sus propios camaradas en los sacrificios les hicieron
despertar. Si yo lograra escapar aunque sólo fuera
por una hora, podría reunir un ejército, asaltar la
ciudadela y echar al rey brujo de su trono. Pero ¿de qué
sirve hablar de ello? Nuestra posición aquí no tiene
esperanza.
— El
tiempo lo dirá —dijo Conan con enigmática sonrisa.
8. A través de la reja negra
Palántides
fue arrastrándose hasta la orilla del río a través de la espesa
hierba, con la nariz llena del hedor de
la podrida vegetación. Deslizándose como una serpiente,
el general aquilonio se abrió camino hasta donde estaba echado el
conde Trocero, espiando entre
dos troncos de árbol. El poitanio miró a su compañero por
detrás, con el aristocrático rostro y la puntiaguda
barba cubiertos de lodo aceitoso. El sudor
que chorreaba de su ligero casco corría por su cara
dejando surcos.
— Centinelas
en los muros —susurró Trocero—. Puestos
de guardia en las torres. Éste va a ser un hueso duro
de roer.
Mordiéndose
pensativamente el bigote, Palántides estudió
la situación. Los inmensos muros de Zembabwei
parecían edificaciones sólidas, y su ojo práctico
lo convenció de que tardarían meses en poder forzar
la entrada. Necesitaban talar árboles para construir
catapultas u otras máquinas de guerra para el asalto...
Una
sombra negra se extendió por encima de ellos. El
general se hundió aún más en los helechos y esperó,
cubierto de sudor. Uno de los horrores con alas de
murciélago que los habían atacado diez días antes se
cernía por encima de los muros. Podían ver al guerrero
emplumado entre las alas. Sintieron un estremecimiento de repulsión.
— ¡Por
la sangre de Dagón! —refunfuñó—. Si Nenaunir
puede domar a estos horrores alados, no es ningún
milagro que tenga a su gente en un puño. ¡Mira hacia
allá!
El
reptil se posó en una de las torres sin puertas y desapareció
de la vista hundiéndose en ella.
— ¡De
manera que éste es el secreto de las torres! —
murmuró
Trocero—. ¡Allí es donde los dragones alados
van a descansar, como murciélagos en una cueva!
— ¡A
las llamas de Moloch con estos demonios! —exclamó
Palántides—; tenemos que rescatar a un rey y a un
príncipe.
— ¿Cómo
puedes estar tan seguro de que están dentro
de esos muros?
— ¡Por
los colmillos! ¡Eso está tan claro como un lunar
en el trasero de una bailarina! —replicó Palántides—. El
único aliado de Thoth-Amon es este Nenaunir
que reina allí abajo, y cuyos embrujados demonios alados
nos birlaron a nuestro rey y a nuestro príncipe.
¿Adonde los iban a llevar sino a la capital?
— ¿Vivos?
— Eso
lo sabremos una vez que estemos dentro de esos
muros.
Trocero
suspiró.
— Tú
tienes más experiencia que yo en materia de asedios;
pero a mí esas paredes me parecen inexpugnables.
— Para
un ejército, sí; pero no para un hombre solo.
Trocero
clavó la mirada en el general.
— ¿Tienes
algún plan?
El
general se pasó la mano embarrada por su mejilla
llena de rastrojos.
— ¿Recuerdas
por casualidad a aquel noble zingario llamado
Murzio?
— ¿Ese
pequeño y taimado tránsfuga? ¿Qué pasa con
él?
— Es
astuto como una comadreja, pero eficaz a la hora
de dar puñaladas, y leal caballero aquilonio, aun cuando
pongo en duda su tan cacareada nobleza. Creo
que proviene de las cloacas de Kordava, pero no
importa. Conan lo protege porque su padre le hizo
un favor durante sus años de filibustero. Recordarás que, hace tres
años, el rey invitó a la corte a su viejo
amigo Ninus...
— ¿El
sacerdote de Mitra? ¡Claro! ¡Vaya! Nuestro rey tiene
ciertamente algunos camaradas de los viejos tiempos
que son unos bribones, ¡pero ninguno como ese
viejo borracho!
Palántides
rió entre dientes.
—¡Sin
duda, es cierto! Viste como Ninus se paseaba
piadosamente de día por la Corte y de noche se revolcaba
en las tabernas bebiendo y llenándose las tripas.
Bueno, él y Murzio se hicieron íntimos amigos.
Como Conan deseaba confiar a Murzio una misión
de espionaje, persuadió a Ninus para que le enseñara
todas sus artimañas de ladrón. Murzio demostró
ser un alumno aventajado. Entonces Conan le envió
a Shem, donde descubrió una conspiración en ciernes
entre el rey de Ofir y algunos reyezuelos shemitas.
Es más, trajo documentos y otras pruebas que
permitieron
a Conan aplastar el complot antes de que
estallara.
»Por
esta acción, Conan lo armó caballero. Estos zingarios
son un hatajo de traidores, pero tienen un gran
corazón. Gánate a uno de ellos y te será fiel hasta
derramar la última gota de sangre; y así ha de ser, espero,
con este Murzio.
— Bueno,
pero ¿qué tiene que ver esto con la posibilidad
de introducirse en Zembabwei?
Palántides
guiñó un ojo.
— En
toda gran ciudad hay una reja que carece de guardias:
la de las cloacas.
— ¿Cloacas?
¡La selva ha alterado tu juicio, hombre! Un
lugar bárbaro como éste no las tendrá.
— ¡Ah,
sí! Pero las tiene; es probable que daten de la
era anterior al hombre. ¿Ves ese chorro delgado de
cieno que emerge de la grilla, a lo largo de la pared
suroeste? —dijo Palántides señalando con el dedo.
—Sí,
lo veo.
—A
juzgar por el hedor que la brisa arrastra hasta aquí,
ése es el desagüe de las cloacas de Zembabwei. A fin de que sus
retretes se vacíen allí, los negros deben
de haber construido túneles subterráneos, o tal vez
hayan utilizado un sistema que ya existía en ese lugar,
pues sospecho que la ciudad está construida sobre
las ruinas de otra más antigua. Ahora bien, si hay
un hombre en nuestro ejército capaz de introducirse
como un gusano por esa reja, nadie como Murzio, ya que es delgado
como una anguila y tres veces más escurridizo.
Trocero
se rascó la perilla, generalmente muy bien cuidada,
pero velluda y llena de barro en aquel momento, y dijo:
—Comprendo
tu plan, amigo mío. En la oscuridad de
la noche se abrirá camino arrastrándose hasta el interior,
acuchillará o dejará sin sentido a los guardias y
nos abrirá la puerta quitando la barra.
— Ya
te he expuesto todo mi plan, noble conde. Lo tienes
a tu disposición, y la mejor parte del mismo son
las cloacas. Me llena de placer el pensar que ese fastidioso
zingario tendrá que sumirse en las heces hasta
las narices. Nunca tuve mucho aprecio por estos zingarios
desde que sorprendí a un trovador de esa raza
en la cama con mi mujer. Aclaro, con mi difunta mujer.
Trocero
hizo una mueca.
— Volvamos
al campamento para informar al noble Murzio
de que el destino lo ha elegido salvador de su rey
—dijo con una risita ahogada.
— ¡Ah,
no! ¡De ninguna manera! —replicó Palántides—.
¡Soy yo el que ansío decírselo!
Horas
más tarde, mientras una rojiza oscuridad se extendía
sobre los muros y las torres de Zembabwei, una delgada y grácil
figura vestida de negro se deslizó desde el borde de la selva y
atravesó el río, nadando silenciosamente. Al llegar a la otra
orilla, buscó el maloliente riachuelo que fluía desde la reja por
debajo
de las toscas paredes. Unas cuantas brazadas más lo condujeron
hasta el obstáculo. Por un momento, se detuvo
en busca de un acceso. Luego se escurrió adentro
y desapareció de la vista.
Quizá
Murzio poseyera la sangre noble que pretendía
tener, o quizá no, pero, cuando juraba lealtad a
un rey, le servía hasta el fin.
9. La luna roja
La
luz fantasmagórica de la luna brillaba oblicuamente sobre las calles
de la Antigua Zembabwei. Nadie dormía en la ciudad, pues aquella
era la noche de la Luna Roja. Cuando el ominoso cambio se produjese
en la órbita celeste, el rey Nenaunir invocaría a su siniestro
dios, cuyo altar se teñiría de púrpura con la sangre de los
sacrificios humanos, al tiempo que la luna reflejaría el mismo
sangriento matiz. Por las estrechas y tortuosas calles de la antigua
ciudad pasaban procesiones con antorchas. Los tambores resonaban en
la noche oscura y caliente, y se oía en el aire la melodía de
cánticos misteriosos.
En
las mazmorras de Zembabwei, Conan se paseaba por la celda como un
felino al acecho. El príncipe Conn lo observaba. Él también había
contado los días y las noches, basándose en el número de veces que
les habían traído alimentos. La noche en que aniquilaron a las
huestes de Estigia frente a las garras extendidas de la Esfinge Negra
de Nebthu había luna llena en el cielo. Alrededor de un mes y medio
—cuarenta y un días para ser más exactos— había transcurrido
desde entonces. Los maestros de Conn se habían preocupado
especialmente de que éste conociera bien las fases de la luna, pues
algún día iba a reinar sobre un poderoso país de labradores. Por
lo tanto, sabía que aquel día habría luna llena, y su padre le
había enseñado que nunca se producía un eclipse a menos que la
luna estuviera en dicha fase.
De
manera que aquella noche, a menos que interviniera alguna fuerza
desconocida, él y su padre sufrirían una muerte atroz en los negros
altares de Damballah.
Hasta
la profundidad en la que se encontraban llegaba el espantoso redoble
de los tambores de la selva, con su ritmo lento y enloquecedor. Miles
de salvajes seguidores de Nenaunir iban añadiendo frenesí a su sed
de sangre para celebrar con dignidad los ritos que acompañarían la
llegada de la Luna Roja.
En
más de una ocasión, Conan había probado sus fuerzas contra los
barrotes de la celda hasta pelarse las palmas de las manos. Pero, una
y otra vez, se vio obligado a aflojar la presión. Los oídos le
zumbaban, y tenía la cara congestionada por el esfuerzo. Los
barrotes eran demasiado gruesos aun para su fuerza sobrehumana. Los
constructores de la celda habían calculado bien; por más viejos y
corroídos que estuvieran, aquellos barrotes de más de una pulgada
de grosor no cederían jamás ante la fuerza de un hombre.
Entonces,
la penetrante mirada de Conan distinguió una
sombra que avanzaba. No más que un bulto negro,
algo más compacto que una sombra, que se deslizaba silenciosamente.
Conan se estremeció, y miró hacia
el tenebroso corredor. Una cara enjuta y lívida se
destacaba en medio de las tinieblas... era un rostro familiar.
— Murzio,
¿eres tú o estoy soñando? —susurró Conan.
—En
efecto, soy yo, tu súbdito —replicó con voz suave
y apagada.
— ¿Cómo,
en nombre de Crom, has llegado hasta aquí?
¿Qué hay de mis huestes? ¿Están acampadas en las
cercanías? ¿Y cómo has conseguido colarte por la cloaca?
El
zingario sonrió preocupado, con el rostro tenso a
causa de la excitación, y relató rápidamente en voz baja su
aventura.
— Pero
—añadió en tono desesperado— las cloacas que
llegaban a las calles más elevadas eran demasiado estrechas
para que pudiera introducirme por ellas. Descubrí
el sistema de pasajes y lo seguí hasta aquí, pero
las salidas están fuertemente custodiadas. Te he encontrado,
Majestad, pero he fracasado en mi misión.
Me es imposible llegar hasta las puertas de entrada
para abrírselas al ejército.
Conan
iba digiriendo estas noticias.
— Puede
ser que no todo esté perdido —dijo gruñendo—.
¿Tienes una ganzúa? Una vez fuera de esta jaula
tendríamos al menos una oportunidad para luchar.
Murzio
extrajo un alambre doblado y comenzó a trabajar
con la cerradura. La pálida luz de las antorchas
hacía brillar las gotas de sudor que cubrían la frente
del noble zingario. Durante unos momentos no
se oyó ningún ruido, salvo el de su respiración, y el
ligero sonido seco del metal sobre el metal. Por fin, Murzio
levantó los ojos, y con el rostro lleno de desesperación
dijo:
— ¡Ni
el propio padre Ninus hubiera podido hacer saltar
esta cerradura, señor! Creo que está maldita.
Conan
gruñó.
— Quizá
lo esté. ¡Ese chacal de Estigia es capaz de haber lanzado un
encantamiento a la cerradura de mi celda!
El taimado demonio sabe que he escapado de más
de una prisión. ¿Qué sucede con la cerradura de
la celda que hay a mi izquierda? El prisionero que está
en ella es un amigo.
La
figura vestida de oscuro se puso a trabajar en la cerradura de la
celda de Mbega. El encadenado negro miraba en silencio, impasible. De
pronto, con un ruido
metálico, la cerradura cedió. Conan, dando rienda
suelta a su contenido aliento, lanzó un suspiro de alivio.
Murzio
penetró en la celda y liberó rápidamente de
sus cadenas al destronado rey de Zembabwei. El zingario
ayudó al majestuoso negro a salir cojeando al
corredor, aunque su delgado cuerpo se doblaba bajo
el gran peso de Mbega. Conan observó en silencio
como el imponente negro masajeaba sus propias extremidades
para que revivieran.
De
nuevo Murzio trató en vano de abrir la cerradura de la celda de
Conan, y, una vez más, éste, con la
ayuda de los otros tres, trató de doblar los barrotes del
calabozo, pero sin el menor éxito.
— Vosotros,
los zembabweis, habéis construido una sólida
puerta de calabozo —dijo jadeando—. No importa;
lo que no puede curarse debe sufrirse.
— Pero
tú te enfrentas a la muerte —dijo Mbega gravemente.
Conan se encogió de hombros con expresión feroz.
Conan se encogió de hombros con expresión feroz.
— No
es ésta la primera vez, amigo mío. ¿Qué
puedo hacer? —preguntó Murzio.
— Ante
todo, dame el puñal que llevas al cinto. Estos negros me han dejado
casi desnudo, pero al menos
no me han quitado las botas.
Conan
deslizó la larga hoja en su bota derecha.
— Ahora,
ayuda a Mbega a salir de aquí. Quizás conozca
un camino para escapar por este laberinto hacia
la superficie. Ayúdalo a encontrar asilo entre aquellos de sus
defensores que estén aún vivos. Mbega, ésta es
tu última oportunidad. Si tus amigos pueden alzarse
antes de la hora del sacrificio y abrir la reja del sur a
mi ejército, sobreviviremos.
«Murzio,
tengamos éxito o fracasemos, te doy las gracias.
Eres un hombre valiente y leal. Si logramos superar
los peligros de esta noche, puedes pedirme la baronía
de Castria. Ahora, ¡adiós y suerte! Marchaos rápidamente
y que Crom y Mitra os acompañen.
Las
dos oscuras siluetas desaparecieron en las densas sombras que había
más allá de la parte iluminada. Conan
le dio una palmada en el hombro a Conn.
— Alégrate,
hijo —dijo con un gruñido—. Un amigo dentro de los muros vale
más que mil fuera de ellos.
Volvió
a quedar en silencio al oír las suaves pisadas
de pies descalzos que se acercaban por el corredor.
Tuvo plena conciencia de que aquella era su hora,
la hora que podía significar el cumplimiento de la
venganza de Thoth-Amon o la caída de un imperio.
10. El escurridizo
Un
destacamento de guerreros negros entró en la prisión,
ató a Conan y a su hijo con fuertes correas de cuero
y los escoltó fuera del calabozo. Salieron a la gran
plaza que se hallaba entre el palacio y el templo. En
lo alto del cielo, el disco plateado de la luna llena se
destacaba, y hacía palidecer a las estrellas.
La
plaza estaba circundada de piedras verticales, cinceladas
toscamente con extraños jeroglíficos de una simbología
desconocida. Conan no hubiese podido decir
si aquello era obra de los brujos zembabweis o de
sus antepasados prehumanos.
A
un lado, frente al templo de Damballah, un siniestro
ídolo se elevaba hacia el cielo. Estaba tallado en
basalto negro, y era tres veces más alto que un hombre.
Era tan alto como el siniestro anillo de monolitos. Al
acercarse al eidolón, Conan se dio cuenta de que había
sido construido de manera que semejara una enorme
serpiente enroscada en forma de cono. La cabeza
cuneiforme del ofidio miraba fijamente hacia abajo
desde el vértice. Por un instante, la cosa pareció cobrar
vida, pues sus ojos de color escarlata brillaron con
fría malignidad. Pero, poco después, Conan comprobó
que las pupilas del dios-serpiente eran gigantescos
rubíes y que su aparente vida se debía a la vacilante luz de las
antorchas.
El
cimmerio reprimió un escalofrío. El ídolo de Set,
o de Damballah, como lo llamaban los zembabweis,
representaba desde tiempos inmemoriales la fuerza
de las tinieblas y del mal en la tierra. Balbució una
plegaria a Crom. Aquel lejano dios cimmerio rara vez
se entrometía en las cosas terrenales, y poco le importaba
ser venerado por seres humanos. Pero cuando
el demonio del Profundo Abismo lanza miradas desde
lo alto con sus llameantes ojos escarlata, cualquier
dios es mejor que ninguno.
El
altar de Damballah era como una gran concavidad
de mármol ubicada en el pavimento, delante del ídolo.
En el mármol habían sido incrustados anillos de
bronce. Conan y Conn fueron atados con cadenas en
el fondo de la concavidad, y quedaron totalmente imposibilitados
para adoptar otra postura que no fuera
la erguida. Allí les quitaron las ataduras de cuero.
Conan
estudió la situación. Sus cadenas y los anillos
que le aprisionaban las muñecas eran de bronce recién forjado y,
por tanto, quizás irrompibles. Pero los
anillos incrustados en el mármol parecían tener cientos de años y
estar carcomidos.
Una
vez que estuvieron amarrados los cautivos, los
sacerdotes negros de Set se retiraron. Se hizo un gran silencio. El
viento nocturno de la selva silbaba a través
del círculo de piedras verticales, y hacía flamear
las antorchas. Los ojos rojos de la estatua ardían en
la oscuridad como un misterioso simulacro de vida.
Al
otro lado de la plaza, la figura encorvada y disminuida de Thoth-Amon
estaba de pie al lado del rey Nenaunir.
El monarca negro lucía todas sus insignias
reales y estaba ataviado con un manto púrpura que
le llegaba hasta los pies. Tenía la cara cubierta con una
máscara de serpiente. Con la mano derecha, en la
que brillaban sortijas a modo de talismanes, cogió la vara
de cabeza de serpiente con la que conjuraba hechizos.
El
silencio se prolongaba. De pronto, miles de cabezas
miraron hacia arriba y un prolongado «¡ah-h-h!» escapó
de las gargantas de los zembabweis que allí se apiñaban.
Conan también levantó la vista. Una sombra
roja, con el borde delantero curvo, comenzó a extenderse por
la faz de la luna.
Los
tambores, que se habían mantenido en silencio,
comenzaron a sonar nuevamente, marcando un ritmo
febril. Su redoble parecía el palpito de un corazón
de gigante. Las brumas de la selva que se rizaban sobre
las cabezas parecían retorcerse y enrollarse al compás
de cada golpe. Los ojos enjoyados del dios-serpiente parecían
pestañear y centellear siguiendo el ritmo.
La sombra roja se extendió aún más. Había llegado
el momento de actuar.
Cogiendo
con las manos la cadena que apresaba su muñeca
derecha, Conan dio una fuerte sacudida con todo
su peso. Diez mil negros lo observaban con ojos fríos
e indiferentes. Los músculos de los hombros, la espalda y los brazos
del cimmerio abultaban a causa del
esfuerzo. La cadena resistió, pero el antiguo anillo incrustado
en el mármol cedió, y saltó con un chasquido.
Con
una mano libre, Conan dio media vuelta y arrojó
todo su peso contra la otra cadena. Su rostro se congestionó a causa
del esfuerzo. Sus ojos parecían salirse de las órbitas, y sus
labios se entreabrieron con un gruñido
bestial. El segundo anillo cedió con un sonoro crujido.
Conan
tuvo la sensación de que, en cualquier momento,
podría sentir el sordo impacto de una flecha o
de una jabalina en su espalda. Pero nada de eso ocurrió.
Con absoluta indiferencia, los negros observaban
cómo se iba liberando.
Con
las sienes latiendo furiosamente, Conan se volvió
hacia Conn. La sombra roja seguía avanzando, los tambores cambiaron
de ritmo y un cántico atronador
surgió de la muchedumbre allí congregada.
Intentando
emular a su padre, el joven Conn se esforzaba
por deshacerse de sus grilletes, pero en vano. Con
un profundo escalofrío, Conan se lanzó en ayuda de su hijo. Sintió
en la nuca una repentina corriente de aire
helado. Era tan fría que las gotas de sudor que tenía
en la espalda se congelaron de inmediato y se convirtieron
en diminuto granizo.
Conan
tenía plena consciencia de la misteriosa corriente
helada que lo cubría, y al mismo tiempo vio una
cosa extraña. La sombra escarlata había cubierto
casi todo el disco de la luna. Pero, por encima de la
plaza, los vapores se arremolinaban y se congelaban
debido a la corriente de frío sideral que soplaba desde
el cielo, donde la Luna Roja resplandecía como un
ojo ciclópeo. Los vapores se condensaron tomando
forma y cuerpo, el cuerpo y la consistencia de una enorme
serpiente.
El
temor se adueñó de Conan. Éste comprendía ya el
significado del cóncavo altar y la razón por la que habían
sido encadenados en posición vertical. Mientras la primera espiral
de vapor semisólido se posaba sobre
él, visualizó todo el horror de la muerte que Nenaunir
había planeado para ellos.
Porque
el propio Damballah se estaba materializando en la planicie, y muy
pronto los remolinos de vapor
del Padre del Mal se condensarían en el aire vacío para reducirlos
a pulpa a ambos y alimentarse después
con sus almas temblorosas.
11. La luna de sangre
Ignorando
el frío que lo invadía, Conan arrojó toda la fuerza de su cuerpo
sobre la última cadena que ataba a su hijo al altar. El anillo de
bronce se rompió con un crujido.
Los
anillos sobrenaturales le pesaban a Conan. Conseguían doblar con su
peso los musculosos miembros, y el frío sideral que de ellos emanaba
hacía mella en el centro de su cálida vitalidad. Se inclinó con
esfuerzo y extrajo de su bota el puñal que le había proporcionado
Murzio. Hundió el arma hasta la empuñadura en los anillos que se
iban engrosando y que casi dominaban su cuerpo.
—¡Padre!
—gritó Conn, al ver el dispositivo demoníaco que Nenaunir había
conjurado de los infiernos transgalácticos.
—¡Corre,
muchacho! —dijo Conan jadeando—. ¡Las puertas! ¡Sálvate tú, e
intenta que entre el ejército!
Una
y otra vez, Conan dio fuertes estocadas con su daga en los macizos
anillos. Aun cuando los cortes eran profundos, no parecían lastimar
a la aparición que se iba solidificando lentamente sobre él. Las
escamas, que tenían forma de platillo, iban raspando su pellejo.
Trastabilló bajo el peso de la monstruosa serpiente. En lo alto, la
cabeza cuneiforme de Damballah se mecía sobre la luna ardiente,
mientras que sus ojos llameantes de color escarlata relucían en las
órbitas.
Una
cruel, astuta y maligna inteligencia se escondía tras aquellos ojos
de reptil, y también un gran cansancio, una desesperación tremenda
y un hambre insaciable. El alma de Conan se amilanó cuando el
bárbaro clavó la mirada en los ojos de aquel demonio, que durante
un millón de años se había esforzado por arrojar a la raza de los
hombres al fango de donde había surgido lenta y penosamente.
El
frío le invadía los huesos. El peso de las espirales movedizas era
aplastante. Lentamente, el primer anillo le fue atenazando el pecho,
estrujándole el corazón y los pulmones como un torno. La mano que
sostenía el puñal se entumeció, y la daga cayó sobre el mármol.
Conan
siguió luchando, pero ya no se trataba de un combate de la carne
contra la carne. Era un forcejeo entre voluntades indomables,
reducido a una lucha del espíritu en algún plano de consciencia
ajeno a Conan. Al cimmerio le pareció que su mente, su voluntad y su
alma eran una extensión de su cuerpo. Opuso todo el vigor de su
inquebrantable voluntad contra la negatividad espiritual de la
serpiente demoníaca, como si se hubiera tratado de arrojar una
jabalina contra un enemigo de carne y hueso.
Ya
no tenía consciencia de su cuerpo, que estaba entumecido de los pies
a la cabeza. En forma confusa, le constaba que seguía erguido y
envuelto en las asfixiantes espirales de la Gran Serpiente. Los
latidos de su corazón se hicieron más lentos, y los músculos iban
adquiriendo el rigor de la muerte; su misma sangre se le congelaba en
las venas. Pero en lo más profundo de su ser todavía se manifestaba
un fondo de voluntad al que se aferró. En esa sombría batalla de
capacidades mentales puso todo su valor, su hombría y su gran ansia
de vivir. Contra esto último, el demonio no poseía armas, pues era
una criatura de muerte y decadencia; su único deseo era el de
destruir toda manifestación de vida.
Pero
la fuerza de la serpiente era demasiado colosal, semejante a la
potencia que mantiene erguidas las montañas y sostiene el planeta en
movimiento. Infundía a su adversario temor, cobardía y dudas acerca
de sí mismo. Éstas eran las armas del abismo. Con ellas, Damballah
minaba la hombría de los héroes, envenenaba a los patriotas con el
veneno de la traición y se nutría de las almas de naciones e
imperios.
La
fría inteligencia de aquel ser del otro mundo sabía que, a su
tiempo, podría destruir el universo y extinguiría los fuegos del
mismísimo sol. Y proyectaba esa invencible fuerza de vampiro contra
un solo hombre. Por más valiente que fuera, ningún ser vivo podía
resistirse a aquel poder de succión que conseguía drenar la fuerza
de los soles.
La
mente de Conan se nubló, su consciencia se desvaneció, pero su
poderoso instinto de supervivencia le hizo seguir luchando con todo
el poder que conservaba su alma. Continuó debatiéndose contra la
oscuridad que lo empujaba al abismo de la nada, mientras la luna roja
descendía y el rey Nenaunir reía a carcajadas.
12. Muerte en la noche
Repentinamente,
el frío mortal que inmovilizaba el cuerpo de Conan comenzó a ceder.
La aplastante presión
ejercida sobre él se hizo más ligera, y la postración
que nublaba su mente desapareció ante un brote de renovado vigor.
Volvió
lentamente en sí. Estaba tendido de espaldas
en el fondo de la concavidad de mármol, contemplando
las titilantes estrellas. La luna, convertida de nuevo en un disco de
plata reluciente, arrojaba sobre él sus pálidos rayos.
Un
intenso alboroto le hizo ponerse en pie, pero sólo
para volver a caer, mareado, de rodillas. No había
recuperado todas sus fuerzas. Cuando logró incorporarse
de nuevo, contempló un extraordinario espectáculo.
A
algunos pasos de la concavidad de mármol yacía Nenaunir,
derribado en su hora de triunfo. Cerca de él, brillando a la luz de
la luna, se veía el puñal que Murzio
le había entregado a Conan y que éste había dejado
caer en su lid contra el dios-demonio. Más atrás,
debatiéndose entre los negros dominados por el
terror, se hallaba el asesino.
Era
el príncipe Conn, desgreñado y jadeante. Con su melena desordenada,
el muchacho parecía un animal
de presa. Libre de cadenas gracias a los últimos esfuerzos
de Conan, el chico no había huido tal como se
lo ordenara éste. Había cogido el puñal caído en el
suelo, y con éste se arrojó a través de la plaza donde
se hallaba Nenaunir, con los ojos relucientes por la sed
de sangre y por su triunfo. Todos los presentes estaban
pendientes de la lucha cósmica que tenía lugar
en la negra concavidad de mármol, y nadie, salvo Thoth-Amon,
había visto que el hijo de Conan atacaba
de forma suicida al extasiado rey-brujo de Zembabwei.
Durante
un segundo de vacilación, Thoth-Amon detuvo
su mano, debatiéndose entre le envidia y la prudencia.
Ese minuto fue suficiente para que el puñal se hundiera en el
corazón de Nenaunir, y el vicario
de Damballah quedara tendido en un charco de sangre.
El sortilegio que amparaba a Damballah en el plano
terrenal quedó roto a tiempo para evitar que el
alma debilitada de Conan se extinguiera. Por encima
de la concavidad destinada al sacrificio, aquella aparición
semejante a una serpiente se disolvió de nuevo en
vapor informe, y Conan logró sobrevivir.
Antes
de que unos negros que habían prendido al
cimmerio se decidieran a matarlo, una horda ululante
de oscuros guerreros irrumpió dando aullidos en
la plaza desde todas las calles vecinas, y cayó sobre
los adoradores de Damballah, atacándolos por todos
los ángulos. Las apretadas y ordenadas filas de los
hombres de Nenaunir cayeron presa del caos mientras
los no combatientes huían desesperadamente para
salvarse. Sin su jefe, los partidarios de Nenaunir, fácilmente
identificables por sus cabezas adornadas con
plumas, fueron muertos a centenares.
En
la plaza sonaron las notas metálicas de una trompeta, y se oyó el
taconeo de botas. Conan se estremeció de
placer... sus aquilonios habían llegado. Se abrió camino entre
el fragor del combate, dando órdenes a sus hombres.
Vio a Mbega, seguido por un centenar de partidarios
que se dejaban caer desde lo alto del techo de uno
de los edificios bajos que había junto a la plaza, y se
lanzaban a la refriega con jabalinas, hachas y mazas.
Muy
pronto se oyó el sonido metálico de las armas que
caían sobre el pavimento, arrojadas por cientos de
hombres de Nenaunir que se arrastraban por el suelo
pidiendo clemencia. Mbega iba de grupo en grupo para
impedir una carnicería general.
Conan
se mantenía en pie con las piernas medio entumecidas,
y se tambaleó cuando Conn cruzó la plaza
corriendo y cayó en sus brazos. El cimmerio lo estrujó
contra su pecho, y le dijo bruscamente unas palabras
de consuelo, al tiempo que buscaba a Thoth-Amon
con la mirada.
No
se veía al hechicero estigio por ninguna parte. En
ese momento, un dragón alado extendió sus alas de
murciélago y remontó el vuelo desde lo alto de una
de las torres. Un hombre moreno ataviado con una túnica
verde iba a horcajadas sobre el alado reptil. El monstruo
describió un círculo sobre la ciudad maldita, y
luego se alejó volando en dirección al sur. Salvo Conan, nadie
lo había visto huir. Mientras lo observaba, el bárbaro
frunció pensativamente el ceño. En el sur no había
nada salvo innumerables leguas de selva hasta el
fin del continente mismo, donde una playa sin nombre
se enfrentaba con un mar desconocido. Sólo sabía a
ciencia cierta que en el extremo sur de la comarca se
hallaba el límite del mundo conocido. Thoth-Amon había
perdido su último aliado; se hallaba solo, y hasta
el despiadado dios que adoraba le negaría su protección. No
podía huir más lejos, y Conan sabía que ya
no le quedaba ningún lugar adonde ir.
El
bárbaro había juzgado que la última batalla se libraría
allí, entre las torres sin techo de Zembabwei. Fue
un error. El postrer combate tendría lugar en una playa
sin nombre, en los confines del Mundo.
Atrayendo
a Conn hacia sí y enjugando sus histéricas lágrimas, Conan se
precipitó fuera del altar y se detuvo,
preocupado pero sonriente, a la espera de que se
acercaran Palántides y Trocero. Antes del rosado amanecer,
un rey volvería a ocupar su trono, y los últimos
seguidores del profeta y vicario de Damballah perecerían.
Conan coronaría a Mbega con sus propias manos;
luego, el ejército tendría que descansar en Zembabwei
por un tiempo para curarse sus heridas y hasta
que recuperara todo su poder de combate, después
de la larga marcha a través de las marismas y de la
selva.
Luego
iniciarían una nueva marcha hacia el sur en dirección
a los confines del Mundo, para librar la batalla final contra
Thoth-Amon.
Conan
sonrió y, dilatando su ancho tórax, aspiró el
aire fresco de la noche, y sintió que la sangre bullía por
su poderoso organismo y que volvía a estar en posesión
de todo su vigor.
¡Por
Crom! ¡Qué bueno era sentirse vivo!
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